El
huerto que heredé de mis mayores
no
tiene bellas flores
de
efímero vivir ni tenues frondas;
tiene
hiedra sagrada
de
hojas perennes y raíces hondas;
fresca
niñez y ancianidad honrada.
Una
bíblica higuera
lo
llena todo con su copa obscura,
y
una fuente con rica regadera,
que
música me da, le da frescura.
Lo
poco que en el mundo me ha quedado
lo
tengo en este huerto,
siempre
al estruendo mundanal cerrado,
siempre
a la voz de mi sentir abierto.
En
medio está enclavado
del
árido desierto,
triste
vivienda de la grey humana
que
duda de la tierra prometida,
cada
vez más lejana,
cada
vez hacia Oriente más hundida...
Yo,
cuando el sol del arenal me ciega
y
en fuerza de mirar siento borrosa
la
visión luminosa
donde
parece que jamás se llega...
Cuando
el sudor anega
mis
doloridos empapados ojos,
cuando
me hieren los aceros fríos
de
punzantes abrojos
cuando
me azotan los hermanos míos
que
me encuentro de frente en el desierto,
vertiendo
sangre a ríos
y
lágrimas a mares, torno al huerto.
Mi
padre se sentaba en esta piedra,
que
coronó de hiedra
la
mano santa de mi santa madre...
Fue
un altar al amor en roca dura
con
dosel de verdura,
trono
de patriarca con mi padre
y
urna de santa con mi madre pura.
Ya
está solo el edén. Todo es desierto.
Detrás
de mis santísimos ancianos
saliendo
ha ido del sagrado huerto
mis
amantes dulcísimos hermanos...
¡Los
he visto morir, y yo no he muerto!
Jamás
he comprendido
por
qué Dios a querido
que
el vástago más ruin y débil sea
el
último habitante de este nido.
Querrá
Dios encerrarme
tal
vez para ganarme
porque
en estas sagradas espesuras
donde
pasos al cielo son los días,
yo
no puedo sentir cosas impuras,
yo
no puedo soñar cosas impías.
He
nacido en amenas
castizas
y santísimas comarcas,
y
corre por mis venas
sangre
de venerables patriarcas
que
me legaron enseñanzas buenas,
huerto,
escudo, solar y oro en sus arcas.
Mas,
en mi estéril soledad hundido,
Amor
me ha visitado. Amor me ha herido,
y
hervor de sangre que mi cuerpo inunda
dice
que no ha nacido
para
morir estéril junto al nido
de
una raza fecunda.
Dondequiera
que estés, mujer hermosa,
predestinada
esposa
que
merezcas posar aquí tu planta,
que
merezcas sentarte en esa piedra
que
coronó de hiedra
la
mano de una santa,
ven
al huerto querido,
y
a la sombra de Dios Padre del mundo,
pondremos
cama nueva al viejo nido
que
mi sangre y mi Dios quieren fecundo.
El
cielo todavía
no
ha otorgado a mis ojos el consuelo
de
beber tu hermosura, ¡oh virgen mía!;
pero
te adoro en el azul del cielo,
y
en el tranquilo resbalar del día,
y
en el silencio de la noche obscura,
y
en la quietud del huerto sosegado,
y
en el recuerdo de la gente pura
que
me lo hizo sagrado.
Te
adoro en la memoria
de
aquella santa de sencilla historia
que
la tierra del huerto que he heredado
santificó
con su adorable planta
y
el dulce ambiente nos dejó inundado
de
perfumes de santa.
Ven,
casta virgen, al reclamo amigo
de
un alma de hombre que te espera ansiosa
porque
presiente que vendrán contigo
el
pudor de la virgen candorosa,
la
gravedad de la mujer cristiana,
el
casto amor de la leal esposa
y
el pecho maternal que juntos mana
leche
y amor para la prole sana
que
a Dios le place alegre y numerosa.
¡Dios
que lo escuchas!, acelera el día,
porque
es tu sol incubador y hermoso,
y
la noche es estéril y sombría,
la
vida breve, el corazón fogoso,
sensible
el alma mía,
soberano
el Amor y fructuoso
y
Tú eres Padre del inmenso mundo
e
hijo yo soy del mundo vigoroso
que
te plago crear grande y fecundo.
Alegra
mi desierto
con
ruido de vivir cuyo concierto
pueda
sonarte a coro de angelillos...
Ya
ves que entre las hiedras encubierto
hay
un nido minúsculo en mi huerto
con
siete pajarillos...
JOSÉ
Mª GABRIEL Y GALÁN.
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