jueves, 30 de abril de 2015

EL LIBRO DE ORO.


-22

Más dañosa es la abundancia que viene sobre gran codicia.

-23-

Reino en lugar ajeno no está seguro.

-24-

Más dura la memoria de las injurias recibidas que de los beneficios.

-25-

Extremadísima crueldad es dilatar el castigo.

-26-

Para bien obrar, el que da debe olvidarlo luego y el que recibe, nunca.

-27-

Un amor apaga otro amor, y un temor otro temor.

-28-

No es necesaria la fortuna para sólo subsistir.

SÉNECA.

miércoles, 29 de abril de 2015

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.


CAPÍTULO XXII

Violeta se movía en metro para llegar desde el Upper West Side al bajo Manhattan. En el distrito financiero estaba el edificio y sede central de Salomón Investiment Securities, que desde 1948 gestionaba grandes patrimonios. Allí era donde ella trabajaba, también era la única socia no hebrea de la entidad.
Desde hacía seis años tenía por costumbre bajarse en la estación de Fulton y, cuando llegaba a la superficie, se apartaba un poco de la boca de salida. Desde allí mirando a Trinity Church, que le quedaba enfrente, pequeña, rodeada de enormes rascacielos, Violeta rezaba durante un minuto todas las mañanas. Conocía esta iglesia y el viejo cementerio desde los primeros días de becaria en la ciudad, pero fue en un momento delicado de su vida cuando sintió la necesidad de ir allí a rezar por los suyos, los de aquí y los de allá, y también por ella misma. Después, un breve paseo hasta John St., por donde caminaba en la misma dirección que el sentido del tráfico pensando ya en las cuestiones del trabajo.
Violeta era la primera en llegar. A las siete ya estaba repasando con la mirada los distintos bloques de documentos mientras en la pantalla del ordenador aparecía su agenda. No le hizo falta repasarla, era jueves, el día reservado para la reunión con el Presidente y los tres Vicepresidentes, como siempre, a las once de la mañana.
Se juntaban cinco personas, cuatro hombres y una mujer, cuatro judíos y una cristiana. No quería otras cuestiones los jueves, le gustaba estar concentrada en los informes sobre sus clientes que semanalmente le pedían. Las propuestas de inversión que les había realizado en función de sus perfiles y en las que, incluso si el cliente era arriesgado, ella optaba siempre por la prudencia. Era consciente de que en su trabajo rápidamente se perdían muchas referencias de todo tipo por las grandes sumas de dinero que se manejaban. La riqueza y posición enturbian la mente, lo sufrió en sus propias carnes; pero Violeta ya no dejaba que eso le sucediera. Estaba muy presente a la hora de tomar decisiones. En un mundo de brokers llenos de codicia que buscaban el máximo beneficio en el mínimo tiempo, ella era una rara avis llena de sensatez. Lo primero que veía no era el beneficio, sino que no hubiera pérdidas. Pensaba que el dinero siempre será asustadizo y, efectivamente, cada vez que una pequeña tormenta sacudía el mundo financiero, nuevos clientes llamaban a la puerta de Salomón Investiment Securities. Como hebreos, el conocimiento del mundo de las finanzas se les presuponía, después se llevaban la sorpresa de las ideas y toma de posiciones de esa joven italiana, guapa y menuda.
A Violeta solo le interesaba su trabajo. Correctísima, nada de familiaridades, cuidaba el dinero de los inversores de capitales más que si fuera suyo. Y estaba allí para trabajar, no para perder el tiempo. Después, el fin de semana, solo su familia.
Poco a poco, el edificio iba adquiriendo los sonidos de la vida diaria. Los circuitos se ponían en actividad. Puestos de trabajo separados por paneles grises. Solo la zona de Presidencia y Vicepresidencias era opaca. Violeta tenía el despacho más cercano a esa zona noble. Era de grandes dimensiones y exterior, acristalado, enmoquetado, con una magnifica mesa de dirección; a sus espaldas, un estante lleno de libros y, enfrente, tras los sillones de confidente, un par de sofás formando L en los que nunca se sentaba.
Por el contrario, la última en llegar siempre era Audre, la secretaria de Violeta. Aunque de la misma edad, físicamente era todo lo contrario a ella; alta, rubia, ojos azules, piel blanca y pose coqueta. Dijo un ¨Buenos días¨ alegre y dejó sobre la mesa de su jefa un café mocca comprado en el Starbucks de la esquina. Después, como siempre, desapareció diez minutos en el lavabo, el último retoque a su rostro y un repaso final a su ropa. Revisaba cada uno de los detalles de su agraciada figura.
Nada de eso le importaba a Violeta, que estaba concentrada en datos y líneas que marcaban perfiles y tendencias, solo le pedía que le dejara el café por la mañana. Llevara correctamente la agenda, acercara los informes a las personas indicadas, y se cerciorara de que la impresión de los documentos estuviera completa y perfecta. Finalmente, que todo quedara debidamente archivado, no soportaba no encontrar un documento cuando hacía falta.
Las doce, mediodía.
-Por favor, páseme esos informes.
Todos mostraron su extrañeza. Era muy difícil que Salomón Siegman dijera algo dijera algo o se interesara directamente por algunas de las cuestiones que se hablaban en la enorme mesa de reuniones, donde los tres Vicepresidentes y Violeta se reunían en una esquina en torno a él. Se limitaba cada jueves a ver cómo el Vicepresidente Primero dirigía la reunión y, solo al final, él decía el consabido: ¨Bien, adelante¨. Pero en esta ocasión, después de que Violeta terminara su exposición, quería ver esos informes escritos. Se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta para sacar sus gafas Cartier, de oro blanco, y que un día Violeta descubrió por casualidad que costaban treinta mil dólares. A pesar de ello, a este hombre de sesenta y cinco años no le gustaba ponérselas. Alto, delgado y coqueto, pensaba que le hacían mayor, sobre todo por ese gesto que tenía que hacer levantando la cabeza para ver con nitidez los números impresos en los ejes; aunque en esos momentos en lo que se estaba fijando era en la línea ascendente de color Violeta. Esbozó una muy leve sonrisa alargando mínimamente sus labios, tan finos que no se le veían. En su caso eran una perfecta línea siempre recta bajo la nariz alargada y fina.
Los tres Vicepresidentes y Violeta estaban expectantes, los cuatro habían detectado ese leve alargamiento de la línea recta de su boca.
-Estuve leyendo su artículo en The Wall Street Journal -los Vicepresidentes Segundo y Tercero cruzaron una mirada, este último no pudo evitar ese tic nervioso que le cerraba los dos ojos a la vez-, sus líneas de color violeta -comentó viendo el color de la línea ascendente de las gráficas de sus informes-, su Teoría Violeta -ahora movía muy levemente la cabeza afirmativamente-, las dificultades de las empresas familiares en trasmitirse de padres a hijos. No sabía que el setenta por ciento de las empresas desaparecían en ese tránsito -ella permanecía callada mientras él la miraba-, y después, si logran..., su continuación..., generación tras generación, las dificultades que se presentan en la cuarta generación..., muy interesante, veo muy acertada su teoría..., afortunadamente yo soy la quinta generación y ya lo hemos superado. -En ese momento fue Salomón Siegman, volviendo a su gesto seco, el que repasó el rostro de los Vicepresidentes Segundo y Tercero. Ambos desviaron la vista.
¨¿Comprendéis por qué ella gana más dinero que vosotros? Si no pertenecierais a la familia, ¿dónde ibais a estar?¨.
Apartó un poco los informes dando por concluida su intervención.
-Gracias, señor -dijo Violeta.
El Vicepresidente Tercero, más cercano, tomó los documentos y se los pasó a Violeta, que estaba a su lado, le dirigió una breve mirada, tímida y recelosa. Después, un vistazo a ver la reacción del Vicepresidente Segundo, su primo hermano le quedaba enfrente, al otro lado de la mesa. A este le habían herido las palabras de su tío. Jamás había pronunciado un halago hacia él, nada similar, ni en privado, y eso que era él quien se tragaba y solucionaba todos los trapos sucios; si no, de qué iba a estar tan tranquilo, allí sentado, como un Dios, inalcanzable. A pesar de todo, se sentía fuerte. Era el Vicepresidente Segundo, solo tenía que salvar dos escollos. Era más joven, tiempo al tiempo. Ese vigor recorrió su cuerpo y le hizo ponerse más derecho en el asiento, pequeño gesto que rápidamente fue visto e interiorizado por el Vicepresidente Tercero tirando de la barbilla hacia arriba y bajándose el cuello de la camisa. Después se relajó y apareció ese tic nervioso que le hacía cerrar, de nuevo, los dos ojos a la vez.
Sonaron dos golpes en la puerta. Debía ser un día especial, porque también era muy difícil que eso ocurriera. Había orden expresa de no interrumpir, salvo que el asunto fuera muy importante.
-¡Pase! -casi gritó el Vicepresidente Primero.
La puerta se abrió y apareció su secretaria.
-Disculpen.
-¿Y bien...? -dijo de nuevo el Vicepresidente Primero enojado dirigiendo la mirada a su subordinada.
-Señor, se trata de Audre, la secretaria de Violeta -las miradas de ambas mujeres se cruzaron, Violeta mostraba su sorpresa-, ha recibido una llamada urgente y se la quiere trasmitir.
A Violeta le dio un vuelco el corazón, la imagen de Paolo se le vino a la mente, notó una fuerte subida de calor por el cuello y tuvo dificultad al respirar. Parecía que no estuviera ocurriendo realmente, pero Audre apareció inmediatamente una vez que la otra secretaria se había apartado al oír decir a su jefe; ¨Bien, que pase¨.
Violeta se notó unos temblores.
-Disculpen, señores, por interrumpirles -dijo Audre dirigiéndose a los hombres y sin mirarla-, es que el señor Cacciatore, propietario de Cesaré s Enterprise...
-Sabemos quién es el señor Cacciatore -contestó el Vicepresidente Primero.
-Bien, pues quiere que Violeta le llame urgentemente.
A Violeta se le aflojó el cuerpo cuando escuchó las palabras de su secretaria.
El Vicepresidente Segundo, que era el más cercano a la secretaria de Violeta, no había dejado de mirarla de arriba abajo desde que había entrado. Se giró un poco hacia ella, con el antebrazo empujó su bolígrafo que estaba sobre la mesa y este cayó al suelo. El hombre, que le estaba admirando el cuerpo, no desvió la vista. Audre observó el bolígrafo, que al golpear con el suelo había llamado su atención.
-¡Oh! -exclamó al verlo.
Dio unos pasos y se dirigió a recogerlo. Cuando se agachó un poco, se dio cuenta de que no iba a poder llegar por la estrechez de su falda. Se incorporó de nuevo y haciendo una mueca con el rostro, que pretendía ser coqueta y simpática a ojos de los hombres, puso las manos sobre sus caderas y la subió, con movimientos acompasados, unos centímetros, hasta quedar a medio muslo, y de nuevo se agachó. Presidente, Vicepresidente Primero y Segundo acompañaron el movimiento con una bajada de cabezas buscando cada uno su mejor ángulo de visión. El Vicepresidente Tercero, que se sentaba al otro lado de la mesa junto a Violeta, envidiaba a los otros tres hombres que tenían perspectiva directa en ese momento sobre las piernas de aquella imponente mujer, todo un espectáculo, y pensó que por qué siempre tenía que ser a él al que le tocara perder, se repartiera lo que se repartiera.
Audre entregó el bolígrafo al Vicepresidente Segundo sin dejar de sonreír ni de repasar el rostro de cada uno de los tres hombres que ya se habían incorporado esos centímetros que se dejaron caer. Nadie le dio las gracias. Solo el Vicepresidente Segundo le mantuvo esa mirada que ella estaba acostumbrada a recibir de algunos hombres, con la que le dicen que ha despertado en ellos ese tipo de deseos, y a ella ese mensaje también le gustaba.
-Espero no haberles molestado, es que tratándose de quien es y la forma de expresarse, me he tomado la libertad de que estuviera... -miró por primera vez a Violeta, pero cuando vio el enfado de ella volvió a los hombres-, estuvieran informados sin pérdida de tiempo.
-Bien, puede dejarnos -dijo el Vicepresidente Primero volviendo la mirada al centro de la mesa mientras que Audre volvía a repasarlos.
-Gracias y disculpen.
Se dio la vuelta concentrada en el contoneo de su cuerpo, en hacer esos movimientos perfectos, que no debían ser muy exagerados, pero que les quedara claro: ¨Mirad lo que hay aquí, para vosotros que aún me contempláis..., o al menos tú¨, pensaba ella segura de que uno, como mínimo, la seguía mirando. No se equivocaba.
-Perdón, Violeta, la llamada del señor Cacciatore, entiendo que es de tipo personal, ¿no?
Violeta estaba perpleja, aún no se había recuperado de la descarga de adrenalina que le había supuesto la aparición de su secretaria allí, y el pensamiento que inmediatamente acudió a su mente, que a Paolo le había ocurrido algo.
El Vicepresidente Primero hizo esta pregunta-afirmación y la miró esperando una respuesta.
-Pues no sé que decirle, yo no tengo nada personal con el señor Cacciatore.
-Es extraño, su cuenta la llevo yo -dijo el Vicepresidente Primero esperando de nuevo un comentario por su parte.
A ella también le extrañó la llamada de Enrico Cacciatore, pero tampoco la cogió de sorpresa. Era uno de sus primeros clientes, no tenían contacto desde hacía años, pero en su fuero interno esperaba esta llamada desde hacía tiempo. Violeta era la primera en tratar a los nuevos clientes de grandes patrimonios, una vez que se ponían de acuerdo en el perfil de riesgo y se confirmaba que habían acertado en la confianza que habían depositado en Salomón Investiment Scurities, porque todo iba como mínimo según lo previsto por la línea violeta, estos pasaban ya a Vicepresidencias, en este caso Primera, por el nivel del cliente y, a partir de ahí, era raro que Violeta volviera a contactar con ellos, salvo deseo expreso. Los expedientes con las posiciones de inversión pasaban a los empleados que ocupaban las cinco plantas últimas del edificio, completamente independientes del resto, incluso en el sistema informático. Se trataba de garantizar a esas grandes fortunas que nada saldría a la luz pública por espionaje o a causa de algún empleado desleal. Estos, además de tener una antigüedad mínima en La Casa, habían pasado duras pruebas de selección, también habían sido investigados a nivel personal. Ante la más pequeña duda eran desechados y nunca podrían llegar a esa zona de trabajo que entre ellos se conocía como El Cielo, y es que su salario también era bastante más alto.
-Lo siento, señor, no puedo contestarle nada.
Violeta estaba realmente confusa y se le notaba.
-¿Se quiere retirar?
-Si no necesitan nada más, se lo agradecería.
-Bien, informenos cuando mantenga la reunión con el señor Cacciatore.
-Así lo haré, gracias.
Violeta tomó sus documentos y dirigió una leve sonrisa al Presidente, que inclinó un poco la cabeza correspondiéndola. Dejó la sala.
-La secretaria le ha dado un buen susto -dijo el Vicepresidente Segundo.
-Ha debido pensar que a su hijo le pasaba algo, lo que no comprendo es por qué le llama Enrico a ella, cuando debería llamarme...
-Bien, adelante -dijo el presidente cortando las palabras del Vicepresidente Primero.
Todos se pusieron en pie mientras abandonaba la sala. La puerta se cerró.
-Todas las mujeres son unas putas -comentó el Vicepresidente Segundo-, ¿Y habéis visto cómo andaba? A esas del pasito corto el movimiento les sale desde el coño, aprovechan cualquier bolígrafo que se caiga para enseñárselo a todo el que se lo quiera mirar.
-Y les gusta que se las follen por el culo -remató el Vicepresidente Tercero después de hacer unos gestos muy raros, los tics que le producían el síndrome de Tourette, y que también podía producir en el que lo padece, eso, que insultara a las personas sin querer, como el abuelo, que también lo padecía, y que de vez en cuando soltaba las mismas palabras que acababa de pronunciar su nieto, era su frase favorita y todos se la había escuchado desde pequeños.
Violeta caminaba lentamente. Audre no la vio llegar, estaba concentrada en una conversación telefónica claramente de tipo personal.
-¿No había ninguno que mereciera la pena para encerrarlo?
Pasó sin mirarla.
-Sí, está muy bien, pero... ¿a ese qué es lo que le faltaba?
Y nada más poner el primer pie dentro de su despacho, de nuevo Violeta recibió una descarga, esta vez de fuerza.
-¡Audre, deje lo que esté haciendo y venga! -dijo sin volver la cabeza, en voz alta, como nunca antes nadie la había escuchado.
Las palabras retumbaron en la sala, el personal se puso alerta, la secretaria dio un respingo.
-Te tengo que dejar, después te llamo -dijo bajito cortando la comunicación.
La puerta estaba abierta, Violeta de pie, de espaldas a ella. Apoyaba la cadera en la mesa mientras se suponía que esta observando los rascacielos que se veían enfrente. Audre miró la nota que le había dejado sobre la mesa, con el número de teléfono de Enrico Cacciatore, estaba en el mismo sitio, no sabía si la había visto. Tuvo la esperanza de que la estuviese llamando para eso, para que le diera el teléfono del cliente. De todos modos no le preocupaba mucho, físicamente le sacaba la cabeza, y psicológicamente le había ganado la posición a través de los años, sabía cómo manejarla, cómo hacer siempre un poco lo que ella quería. Llevaba unos segundos detrás de Violeta, que seguía igual, Audre tosió un poco. Violeta por fin soltó sobre la mesa los expedientes que aún tenía en la mano y sobre los que habían tratado en la reunión.
-Prepáreme reuniones con estos clientes a partir de la próxima semana, máximo de citas al día, tres, dos por la mañana y una por la tarde -dijo Violeta sin dejar de mirar por la ventana y con una breve señal hacia los expedientes.
-La más urgente la del señor Cacciatore, ¿no?
-No.
La secretaria hizo un gesto de sorpresa.
-¿Algo más? -preguntó dando por terminada la reunión y cogiendo ella su posición ante la respuesta negativa de su jefa, que le había sonado a reproche.
-Sí -contestó Violeta al mismo tiempo que dejó escapar un suspiro, después comenzó a rodear la mesa para dirigirse a su sillón-. Desde mañana la quiero aquí todos los días a las siete, ha llegado el momento de que recupere todos los días que ha llegado tarde durante todos estos años que trabaja a mis órdenes.
-Pero yo no puedo... -Reaccionó con enojo y poniéndose pálida.
-Si no está de acuerdo pase por personal ahora mismo y que la liquiden, de mí no tiene que despedirse -le dijo tranquilamente una vez ya sentada.
-¡Usted no puede tratarme así! -le contestó rebelándose.
-Salga de mi despacho, esta conversación ha terminado.
Ni la miró.
La secretaria, tras una breve pausa para confirmar que no existía la más mínima duda en Violeta, salió agitada moviéndose decidida. Su cuerpo eran sus poderes y alardeó de ellos.
Vio la nota con el teléfono de Enrico Cacciatore, tampoco deseaba hablar con él. Además, conocía muy bien a ese cliente, nunca emplearía con ella la expresión ¨que me llame urgentemente¨, como había querido hacer creer su secretaria. Estaba segura de que Audre aprovechó la llamada para hacerse ver por la zona noble, a la vista del Presidente y familia. Violeta ya había reparado en la rapidez con que se comportaba cada vez que la mandaba a aquella zona..., y lo que tardaba en regresar.
De nuevo inspiró profundamente, no se le había quitado la inquietud. Seguía sintiéndose insegura, algo no habitual en ella, pero le habían tocado su punto débil. Se dirigió al perchero, tomó su abrigo y salió. Audre estaba llamando por teléfono, elevó la voz para que la oyera, estaba concertando una cita de las que le había ordenado. Los demás empleados asomaban las cabezas de vez en cuando por detrás de los paneles con reuniones de excusa para no perderse la refriega. Pero Violeta no escuchaba, no veía, aunque finalmente no olvidó sus obligaciones.
-Vuelvo dentro de una hora -dijo Violeta sin mirar a su secretaria y sin detenerse.
-¡Sí, no se preocupe, yo la cubro!
Violeta se paró en seco y volvió la cabeza, su rostro mostraba un gesto como de... ¿extrañeza?, ¿estar harta de ella?
-Por favor, deje ya de decir tonterías.
Hizo dos movimientos negativos con la cabeza y se giró, con una ráfaga de mirada que hizo que se ocultaran cabezas tras los paneles. Dejó sin respuesta a su secretaria, que se había quedado con la boca y los ojos muy abiertos.
Aún hacía frío en John St.

ANTONIO BUSTOS BAENA.

martes, 28 de abril de 2015

LLENATE DE VOLUNTAD.

LLENATE DE VOLUNTAD

Si tienes Amor y Fe, demostrarás esas virtudes mediante la Voluntad. La Voluntad es una Fuerza Interior que lleva a la Acción, a realizar obras, a estudiar, ahorrar, trabajar, alejar o rechazar los malos hábitos y a tener costumbres positivas. Si deseas que la Metafísica cambie tu vida, debes purificarte, obedecer los mandatos de Jesucristo, no desperdiciar el tiempo, no malgastar los recursos, vivir en paz y armonía con todos. La Voluntad es una gran Fuerza, que si es positiva, te hará triunfar en forma asombrosa. Tener Voluntad es poner entusiasmo, optimismo, alegría a todo lo que hagas. Es buscar la perfección, como lo ordenó Jesucristo, cuando dijo: ¨Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto¨. Recuerda que el Amor y la Fe sin la Acción (Voluntad) no sirven.

Nosotros somos los verdaderos creadores de nuestro destino: bueno o malo según sea nuestra forma de pensar y actuar.

JOSÉ FARID H.

EL LIBRO DE ORO.


-15-

Demasiado pronto muere el hombre para llegar a conocer las cosas inmortales

-16-

Tenemos en mucho precio los beneficios que hacemos.

-17-

Industria es la aparente simpleza.

-18-

Ajeno es todo lo que nos viene en deseo.

-19-

El que siempre busca grandezas, alguna vez las encuentra.

-20-

Amarga es la pena que nace de vergüenza.

-21-

Mozos fueron primero los que ahora son hombres.

SÉNECA.

domingo, 26 de abril de 2015

EL MORIDERO.


CAPÍTULO XI

Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no tienen quien los quiera. No serás, descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos -tal la espina de un barco sobre el ocaso grana-, el espectáculo feo de los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan en el coche de las seis; ni, hinchado y rígido entre las almejas podridas de la gavia, el susto de los niños que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a las ramas, cuando salen, las tardes de domingo, al otoño, a comer piñones tostados por los pinares.
Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarines y los verderones te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo azul constante de Moguer.

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ.

LÓGICA DE BORRACHO.


Un tipo llega a un bar, se sienta en la barra y pide cinco vasos de whisky.
-¿A la vez? -pregunta el camarero
-Sí, los cinco -contesta el parroquiano- solos, sin hielo.
El encargado le sirve y el cliente se los bebe de un trago.
-Camarero -dice-. Ahora sírvame cuatro vasos de whisky, sin hielo.
Mientras el hombre los sirve, le empieza a ver al cliente una sonrisa estúpida. Después de beberse seguidos los cuatro vasos, trata de sostenerse y mientras se agarra de la barra exclama: ¨¡Muchacho! Tráeme tres vasos más de whisky¨. Se ríe un poco y añade: ¨Sin hielo¨.
El camarero obedece y el cliente se los vuelve a beber rápidamente.
Ahora no sólo la sonrisa es estúpida, la mirada también.
-¡Amigo! -dice ahora en voz alta-. Ponme dos vasos de los mismo.
Se los empina y grita dirigiéndose una vez más al cantinero: ¨¡Hermano! Tú eres como un hermano para mí...¨.
Ríe a carcajadas y añade: ¨Sírvame una copa más de whisky, sin hielo. Pero sólo una, ¿ehhh?... Solamente una...¨.
El del bar le sirve.
El tipo se bebe la solitaria copa de un solo trago y, debido a un mareo irresistible, cae al suelo total y definitivamente ebrio.
Desde el suelo le dice al cantinero: ¨Mi médico no me quiere creer, pero tú eres testigo. ¡Cuanto menos tomo peor me hace!¨.

JORGE BUCAY.

sábado, 25 de abril de 2015

SOLEDADES (1899-1907)

EL VIAJERO

II

He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas;
he navegado en cien mares,
he atracado en cien riberas.
En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra.,
y pedantones al paño
que miran, callan, y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.
Mala gente que camina
y va apestando la tierra...
Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.
Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan adónde llegan.
Cuando caminan, cabalgan
a lomos de mula vieja,
y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.

ANTONIO MACHADO

CONFIA EN QUE TENDRÁS LO NECESARIO.


Piensa con fe y convicción en que disfrutarás siempre de los bienes necesarios, para vivir una existencia digna, decente y dichosa sin que nada te falte. Tal vez tendrás que eliminar algunas aspiraciones y deseos que estorban su felicidad. Es posible que creas que la abundancia de bienes materiales y de placeres sensuales son los principales factores del bienestar y de la dicha. Pero eso no es así. Los excesos son los errores y pecados de la humanidad. En cambio el equilibrio en nuestra vida es garantía de bienestar perdurable.

Si tienes confianza y seguridad, las fuerzas Psicocósmicas trabajarán en tu favor, ayudándote y protegiéndote. Pero debes hacer tu parte. Colabora con las influencias espirituales. La unión del ser humano con los poderes emanados de la Mente Infinita, por medio de la meditación en estado de relajación y concentración mental, da fuerza, energía y poder al ser humano, para vivir en paz, tranquilidad, armonía y completo bienestar. Si confías plenamente, no te preocuparas por el futuro, pues como dijo el Maestro, el Señor sabe que necesitamos todas las cosas; pero hay que pedirlas con fe, para que nos aferremos a El, dependamos de El y podamos perfeccionarnos en El.

JOSÉ FARID H.

viernes, 24 de abril de 2015

¡ ANGELUS !


CAPÍTULO X



Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas blancas, sin color... Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros, las manos... ¿Qué haré yo con tantas rosas?

¿Sabes tú, quizás, de dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje, y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste más rosas, más rosas - , como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba la gloria de rodillas?

De las siete galerías del Paraíso se creyera que tiran rosas a la tierra. Cual en una nevada tibia y vagamente colorida, se quedan las rosas en la torre, en el tejado, en los árboles.
Mira: todo lo fuerte se hace, con su adorno, delicado. Más rosas, más rosas, más rosas...
Parece, Platero, mientras suena el Ángelus, que esta vida nuestra, pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a las estrellas, que se encienden ya entre las rosas...
Más rosas...
Tus ojos, que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas.

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ.

EL LIBRO DE ORO.




-8-
Necesaria es la experiencia para saber cualquier cosa.

-9-
El valor es siempre ambicioso de peligros.

-10-
Pequeño aparato basta para vivir bien.

-11-

Todos están conformes contra los maleficios.

-12-

Argumento es de ser casta el ser fea.

-13-

No hay nadie tan humilde, que no tenga para dañar.

-14-

Prueba es de virtud el desagradar a los malvados.

SÉNECA.

LA PANTERA EN EL BALCÓN.


La primera vez que Ciro vio a la pantera, había llovido de una manera terrible. A él le gustaba la lluvia, le había gustado siempre; antes, cuando andaba por el mundo, por las calles del pueblo, porque organizaba con sus compañeros gozosas pillerías acuáticas -hundir los pies en los charcos claros y fríos; construir pequeños diques en los que el agua se estancaba y terminaba escapándose, espumeante; botar barquitos de papel que se deslizaban cabeceando, a veces con un escarabajo a bordo, con un cigarrón...-; ahora, cuando todo era quietud y olvido, porque parecía hablarle, orquestar una música monocorde, o sencillamente porque armaba ruido, golpeaba, gorgoriteaba, huía, murmullando, y se quedaba luego colgada de los atanores, goteando, terca, una, dos, tres, muchas veces, muchas gotas, que Ciro contaba hasta cansarse o adormecerse. La lluvia, de día, era de cristal, transparente, como una esponja de no sé qué que limpiara el aire y lo puliera; de noche, era de sueño, de otro tiempo y otro lugar, mágica y secreta, capaz de abrillantar las estrellas remotas. Pero la primera vez que Ciro vio a la pantera, la lluvia le había despertado y asustado, gruñendo, alta, echando a rodar sobre las nubes gruesos cascotes roquizos, que armaban un alboroto infernal, disparando relampagazos de fuego, violentas culebrinas violeras, que rasgaban el negror, lo rayaban, deslumbrantes. Ciro, la espalda contra el almohadón, casi sentado, como le obligaban a permanecer, había abierto los ojos a la madrugada rebelde, y el rebumbio de la tormenta y sus luminosidades repentinas le habían erizado el vello y causado temor, hasta que la lluvia impuso su ley apaciguante, cayendo con rabia primero, pausadamente después, devolviendo, a la larga, el silencio. Por el balcón entreabierto, Ciro veía un pedazo de cielo y el borroso esquinazo de la casa de Sara, la mancha de su ventana amiga. En la baranda, se esponjaban las macetas, parte de cuya tierra debía haberse venido al suelo, a impulsos del tenaz chaparrón. Poco a poco, asomó la luna; había estado oculta tras una nube de tinta que luego se fue desflecando, deshilachando, velándola sólo como con una gasa en movimiento, hasta optar por marcharse del todo, dejándola redonda y lisa, en mitad de la gran pizarra nocturna. Ciro vio el bulto armonioso sobre las losas grises de la ancha balconada, y pensó que era el gato de Alberto, que acostumbraba a saltar, como un milagro, desde su terraza, cazador de astutos gorriones, o desplazado a la fuerza de alguna aventura amorosa con colegas más salvajes, no más corpulentos; porque el de Alberto era un gato enorme, macizo, pero pacífico, cachazudo y egoísta. Ciro comprendió pronto que su visitante era otro; ocupaba demasiado espacio, se desplazaba con mayor lentitud, relucía de diferente modo. Era un gato, pero no era un gato. Ciro tenía al alcance de la mano un libro que Alberto le había traído dos días antes, El árbol del erizo, de Antonio Gramsci; a él le daba pena de Antonio, encarcelado, lejos de su mujer, Giulia, y de sus dos hijos, Giuliano y Delio, al menor de los cuales ni siquiera llegaría a ver, escribiéndoles cartas, narrándoles cuentos, intentando acercarse a ellos, hasta que la muerte lo acabó. Recordaba una frase de una carta a Delio, que le había hecho sonreír; ¨He pensado que a lo mejor no conoces las lagartijas; se trata de una especie de cocodrilos que se quedan siempre pequeñitos¨. Ciro conocía bien las lagartijas, a las que había perseguido por los muros con madreselvas del convento de las Agustinas, y había visto más de una vez al gato de Alberto hacer lo propio, apresarlas como un rayo. Por eso, cuando su visitante le miró por vez primera, con unos ojos verdeantes que parecían tener dentro candiles encendidos, por como fulgían, y él contempló a placer su tersa piel brillosa, mojada por la lluvia, la larga cola azotando lentamente los flancos, y supo que era una pantera, toda como el carbón, como el cielo sin luna que tantas veces vislumbrara desde su cama, se acordó de Antonio y de las lagartijas, e intuyó que los gatos eran una especie de panteras que se quedaban siempre pequeñitas. Así que cuando la suya, la de su balcón, tras copiarse en sus ojos un rato, dio media vuelta y se fue, él no supo cómo, porque estaba y no estaba ya, y el balcón no tenía su sombra, sólo sus losas y sus macetas chorreantes, comprendió que volvería, que su encuentro se repetiría, porque era noble la pantera, y amenazante, aunque no infundía terror, sólo respeto, y amistad, pues la había visto muchas veces sin verla hasta ahora, majestuosa, señera, dueña de la madrugada.
A Ciro, los ojos de la pantera le trajeron a la memoria los de Sara. La mañana que los examinó de cerca, cuando ella le alzó en sus brazos sin demasiado esfuerzo y le besó en la frente, esa mañana de un veintidós de marzo que Ciro no iba a olvidar ya nunca, descubrió que los ojos de Sara verdeaban sin ser verdes, sino plateados, con un reflejo que debía provenir de las acacias próximas o de las hojas de las bignonias que doña Tola, la madre de don Anselmo, el cura, cuidaba con esmero en su jardincillo cerrado. Allí, a la puerta, poco después de que don Anselmo saliera con su bufanda blanca cubriéndole la boca, con su bufanda que ponía una ráfaga de absurda alegría a su triste sotana cuando andaba bajo las acacias del paseo camino de la iglesia, fue allí donde Sara se detuvo, y se acercó despacio a Ciro, le acarició la cabeza, el cabello revuelto, y alzándole luego con decidida ternura le besó en la frente, en tanto él parpadeaba asombrado, pero feliz, sintiendo por dentro como un pellizco, como si le hubiera prendido el corazón con una de esas pinzas de madera con las que, en ocasiones, se apretaba la nariz, para comprobar en el cronómetro de Alberto los segundos que aguantaba sin respirar, la boca bien cerrada. Sara había advertido cómo él la miraba, desde el balcón, y ella al principio le había sonreído desde su ventana y le había saludado agitando el brazo, o desde la misma acera, cuando se cruzaban, Ciro hacia el colegio, Sara hacia la librería en donde trabajaba, en donde vendía a un Ciro reverente cuadernos y algún lápiz y una goma de borrar que no quiso cobrarle. Cuando don Saturio, el profesor, preguntó un día en clase, sorprendiendo a todos, que era la belleza, qué creían ellos que era o podía ser o la representaba, Ciro había pensado inmediatamente en Sara, en Sara sonriendo desde su ventana, en Sara caminando hacia la librería, en Sara dormida, cosa que no había visto nunca pero con la que había soñado muchas noches, sin explicarse por qué; pero no lo dijo, no mencionó su nombre, consciente de que no le entenderían o de que se burlarían de él, pequeñajo enamorado. Esa palabra, enamorado, la había oído con frecuencia referida a alguna pareja, a algunos novios, y él la adoptó en seguida, porque era hermoso, a su edad, estar enamorado de Sara, y que nadie lo supiese, callado como lo tenía, guardado como lo llevaba; así que cuando ella, aquel veintidós de marzo, le besó, Ciro comprendió que algo había quedado sellado entre ellos, algo furtivo e íntimo, sellado para siempre.
Pocas semanas más tarde, le ocurrió aquello, aquel desvanecimiento, aquella flojedad en las piernas, y todo se precipitó a partir de ese instante, los análisis, las radiografías, todo se inmovilizó a partir de ese instante, y él se encontró allí, en la cama, el blando almohadón sosteniendo su espalda, las piernas casi inútiles, los ahogos, los mareos, las fiebres pertinaces. Vinieron sus amigos, mitad cohibidos, mitad descarados, atropellándose, riéndose a destiempo, vinieron y se fueron, para no regresar; sólo Alberto volvía, espaciada pero puntualmente, la última vez con el libro del erizo y las manzanas, y Ciro le preguntaba por los otros, por el curso, por el pueblo. Entraban y salían sus padres, aparentando buen ánimo, solícitos, y él notaba que progresivamente se iba habituando a la soledad, a ese dejar correr las horas en un grato sopor, observando el cambiante color de muebles y paredes, del cielo mismo, a medida que el sol salía o se ocultaba, o ganaban las nubes la pelea al viento, y se quedaban paralizadas, de algodón oscuro, encenizándolo todo, como un rebujo de pena sobre su balcón; o descendía la noche, y la luna era una hoz, un cuchillo, una pelota blanda y tiznada, derramando su leche tibia sobre los geranios, sobre el cacharro de latón donde aromaba la yerbabuena. Le hacían tragar cucharadas de sabor amargo, le pinchaban aquí o allá, le vigilaban la temperatura, y don Ivo, el médico, pasaba algún mediodía, entre los labios el puro apagado sostenido quién sabe cómo mientras parloteaba sin tregua. Y a él le daba igual, le daban igual, obedecía y callaba, sonreía si le buscaban la sonrisa, comía sin apetito, y en las madrugadas, cuando reinaba el silencio, pensaba en él y en el mundo, en la calle, en sus últimos sueños, en Sergio, si de pronto lloraba, en el hermanillo tardío al que apenas veía, el sustituto, el heredero, el que se había colado una mañana en su habitación, gateando, balbuceando, y se había quedado frente a él, mirándole intensamente, como un animalillo avispado, hasta que su madre se lo llevara bajo el brazo, reconviniéndole con mimo; y, cómo no, pensaba en Sara, a quien no había vuelto a ver, aunque la adivinaba tras su ventana, afanada, o dormida, o preocupada, preguntándose acaso qué fue de su amigo, del niño, del hombre que le contemplaba con tanto arrobo, y a quien ella besara un veintidós de marzo, a la puerta de don Anselmo.
La segunda vez que Ciro vio a la pantera, hacía calor, y en el balcón se había abierto los dondiegos que su madre regara al atardecer; el cielo de poniente se había llenado de vencejos que atronaban con su algarabía la hora malva, y él notó por dentro una extraña paz, un cansancio distinto, dulce y definitivo. Pensándolo estaba, cuando la pantera apareció, de azabache lustroso, en el mismo lugar en que lo hizo el día de la lluvia grande; distinguió sus ojos de lumbre, las rojas fauces, el balanceo de la cola, la musculatura tensa bajo la piel, las zarpas poderosas, y supo que la belleza podía ser también una pantera negra, una pantera en un balcón en mitad de una noche sosegada y caliente. Pero tenía que callarlo, tenía que callar a Sara y a la pantera, a lo que era sólo suyo, porque si lo compartía, si las compartía, dejarían de pertenecerle tan plenamente como ahora. La llamó en voz baja, le hizo un gesto cordial con la mano, chascó tenuemente los dedos, pero la pantera no avanzó, no hizo nada por aproximarse a la cama desde la que Ciro la requería. Así sucedió desde entonces. Porque, a partir de ese instante, la pantera volvió casi cada noche, sin un rumor, azul de tan negra, tierna y feroz, camarada muda a la que Ciro confiaba sus cavilaciones, a la que sin despegar los labios revelaba sus cuitas, su creciente debilidad, su plácido acabamiento. Si su madre llegaba hasta la habitación, vigilante de su silencio, Ciro cerraba los ojos, acompasaba el respirar, y sentía la mano delgada de ella acariciar su frente sudorosa, resbalar por sus pómulos hasta la barbilla afilada, en un gesto de amorosa impotencia; alguna vez pensó en lo que hubiera dicho su madre de haber sorprendido a la pantera en el balcón, el grito que hubiera dado, su angustiada congoja; pero él estaba seguro de que la pantera intuía su presencia, o la olfateaba, ese olor a limpio, a colonia suave, tan de ella, y se retiraba a tiempo, un segundo antes de que rosara el picaporte, de que empujara su puerta de cristales amarillos, y anduviera hasta su cama, pisando con cuidado la alfombra para no despertarle, para no perturbar su sueño que ella creía profundo.
La última vez que Ciro vio a la pantera fue el día en que Sara entró en su alcoba, vestida de rosa, como un hada. Su madre le había preguntado quién era Sara, y él se turbó, porque no sabía cómo ella sabía; al parecer, había repetido su nombre mientras dormía, pero él negó conocerla. Sara, pese a todo, vino. Tomó las manos de Ciro, que temblaban, y luego se acomodó a su lado; y Ciro le habló durante mucho tiempo, le habló de ella y de él y de la pantera, y le hizo jurar, los dedos índice y pulgar en ccruz sobre los labios, que no revelaría sus confidencias. Sara juró, y en prueba de su fidelidad, antes de despedirse, se quitó la cadena que llevaba y de la que pendía un colmillo afilado, y la colgó del cuello de Ciro. Él esperó impaciente a que llegara la noche, porque tenía el presentimiento de que algo maravilloso iba a acontecer. Y cuando la luna alumbró el balcón, y la pantera ocupó su sitio de siempre, Ciro se incorporó como pudo y la llamó. Y la pantera, por primera vez, traspasó la raya que separaba el mundo de Ciro de su mundo de fuera, y espléndida y solemne fue con pausado andar hacia la cama, y arrimó su cabeza hasta que las manos de Ciro la alcanzaron, y se irguió, las zarpas sobre la colcha bordada, para que Ciro acariciara su piel sedosa, su impávida negrura, mientras se miraba en sus ojos abisales, en el incógnito verdor de sus pupilas donde giraban las constelaciones.

CARLOS MURCIANO.

miércoles, 22 de abril de 2015

EL SECRETO DE LEONARDO DA VINCI.


CAPÍTULO XXI

Umberto se sorprendió cuando vio que Violeta estaba ya en casa, era la primera vez que llegaba tan temprano.
-Hoy he salido a las seis -dijo alegre.
-A nosotros se nos ha hecho un poco tarde.
Se besaron. Lo mismo hizo ella con su hijo mientras Umberto se quitaba el abrigo.
-Toda la tarde música...¿Te lo has pasado bien?
-Muy bien, mamá.
Violeta sonreía feliz, tendría que repetir el salir más temprano del trabajo. Un rato antes, la agradable visita del señor Kipling y, ahora, todos juntos ya en casa. Se sintió satisfecha y volvió la mirada hacia Umberto.
-Tienes una mancha en el pantalón -dijo acercándose, fija la mirada en el punto.
Umberto bajó la cabeza y buscó.
¨¡Maldita sea! ¡La mancha del bóxer ha traspasado!¨.
El sitio era delator.
-Pues no sé -intentó contestar con naturalidad, pero el vuelco se había producido ya en su interior.
-A ver...
Violeta metió la mano en el bolsillo, bajó la cabeza, y atrajo hacia su mirada el tejido con la mancha húmeda, perfectamente redonda, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos.
-No creo que se quede -dijo finalmente, y se giró para ir a la cocina-. Me voy a hacer un sándwch, ¿tú quieres?
-No, no me apetece, gracias -contestó con la inseguridad todavía en el cuerpo.
Violeta desapareció sin ver la palidez del rostro de Umberto, que se quedó durante un instante pensativo mirando a la nada. Respiró profundamente y pareció volver en sí. Fue en ese momento cuando vio a Paolo que lo estaba observando fijamente, muy serio, con la cabeza levantada. Los dos se miraron durante unos segundos, finalmente fue Umberto que desvió la vista y se marchó a su dormitorio.
Mientras se cambiaba volvió la visión de Elodie, su cara sobre el cojín, de lado, entre el placer y el dolor, el hoyuelo que se le formó en la mejilla. La imagen de Violeta suplantó su rostro en aquel momento. Menudo susto.
Recordó:
¡Uff!
Quiso escapar. Ella pudo notar perfectamente cómo su pene se retrajo y supo de inmediato que existía un problema.
-¿Te ocurre algo?
Umberto no contestó. Se echó hacia un lado recuperando la respiración e intentando olvidar la imagen de Violeta.
Elodie no le ayudó cuando se le acercó abrazándolo por detrás. El cuerpo de ella le resultó extraño. Necesitaba estar solo.
-¿Estás bien?
Estaba que no sabía cómo estaba. Extrañado consigo mismo, no se reconocía. Tampoco le iba a decir a Elodie lo que le acababa de ocurrir; pero el que estaba tumbado en la alfombra, desnudo, con una persona abrazada por detrás y que no era su pareja, era él. Nunca había pronunciado esas palabras de ¨ … y me entrego a ti y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida... ¨, con las manos de la amada tomadas. De hecho, ni Violeta ni él llevaban alianza, nunca habían hablado de fidelidad, Umberto nunca se lo había planteado. Vivía su relación como si nada ni nadie pudieran interferir o meterse en medio. Ninguno de los dos, en apariencia, era celoso. Al menos él no había tenido el más mínimo motivo para serlo. Se sintió como si realmente hubiera faltado a la promesa más importante de su vida, a esa que nadie le había exigido, salvo él consigo mismo. Necesitó deshacerse del abrazo de ella, que permanecía detrás en silencio, a la espera de que él se decidiese. Se volvió y la besó por obligación.
-Lo siento, se me ha hecho tarde, me tengo que marchar.
-Bien.
Umberto cogió el bóxer para ponérselo.
-¡Maldita sea!, se ha manchado. -La imagen de Violeta apareció de repente.
Elodie se sentó sobre la alfombra y abrazó un cojín...

Elodie calló, era inteligente, no le volvió a preguntar. Sabía que lo que le hubiera ocurrido tenía que ver con otra relación. No le había dicho nada, pero sabía que existía. Se nota cuándo un hombre tiene una mujer a su lado, y cuándo no. Él solo debía confirmar su camino, ese que le había llevado hasta ella. No creía que estuviera realmente enamorado de su pareja, de haber sido así no habría ocurrido. Estabs convencida de que la relación mantenida entre ambos había sido sincera, de eso estaba completamente segura. No fue saciar una necesidad biológica, había sentido cómo se compenetraban sus cuerpos y sus sensaciones, los sentimientos, la necesidad de entrega. Algo mágico que esperó durante mucho tiempo encontrar en la persona adecuada, ese era Umberto. No buscaría obligarlo, lo que tuviera que ocurrir que fuera de forma natural, como había sido su relación, en kla que le mostró cómo era ella por dentro y por fuera. Quería ante todo que él decidiera y actuara libremente, si no, la relación no tendría sentido.
Sin embargo, en la cabeza de Umberto todo era un enorme lío.
Ya en el metro, de camino al colegio para recoger a Paolo, comenzó a justificarse a sí mismo. Lo ocurrido era lo que el cuerpo le pedía, pero no lo que él quería. Las cosas con Violeta no iban bien. De alguna forma se habían acomodado dejándose llevar sin solucionar esos problemas que minaban su relación. Ya no era fluida, contándoselo todo, al menos él. No había podido hablar con ella de su frialdad, de cómo pasaron de todos los días cuando quiso quedarse embarazada, era insaciable..., cualquier excusa valía, a una vez o dos al mes..., con suerte.

ANTONIO BUSTOS BAENA.