IV
Nos
metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió
el fino aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en un
pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendo en su escalera
amparada, una a una.
Alrededor,
el campo enlutó su verde, cual si el velo morado del altar mayor lo
cobijase. Se vio, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas
lucieron, pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura por blancura las
azoteas! Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio
mejor o peor, pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del
eclipse.
Mirábamos
el sol con todo: con los gemelos de teatro, con el anteojo de larga
vista, con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes:
desde el mirador, desde la escalera del corral, desde la ventana del
granero, desde la cancela del patio, por sus critales granas y
azules...
Al
ocultarse el sol que, un momento antes todo lo hacía dos, tres, cien
veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo,
sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre,
como si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre.
Era
el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio.
¡Qué
tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, la torre, los
caminos de los montes!
Platero
parecía, allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y
recortado; otro burro...
J.
R. JIMÉNEZ.
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