CAPÍTULO
IX
Fue
el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con las seis,
nos fuimos a comerlas a la Rica.
Aún,
bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos grises enlazaban
en la sombra fría como bajo una falda, sus muslos opulentos,
dormitaba la noche; y las anchas hojas – que se pusieron Adán y
Eva – atesoraban un fino tejido de perrillas de rocío que
empalidecía su blanda verdura. Desde allí dentro se veía, entre la
baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más viva cada vez, los
velos incoloros del Oriente.
...Corríamos,
locos, a ver quién llegaba antes a cada higuera. Rociillo cogió
conmigo la primera hoja de una, en un sofoco de risas y
palpitaciones. - Toca aquí. Y me ponía mi mano, con la suya en su
corazón, sobre el que el pecho joven subía y bajaba como una menuda
ola prisionera-. Adela apenas sabía correr, gordinflona y chica, y
se enfadaba desde lejos. Le arranqué a Platero unas cuantas brevas
maduras y se las puse sobre el asiento de una cepa vieja para que no
se aburriera.
El
tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con risas en la
boca y lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva en la frente.
Seguimos Rodillo y yo, y, más que nunca por la boca, comimos brevas
por los ojos, por la nariz, por las mangas, por la nuca, en un
griterío agudo y sin tregua, que caía con las brevas desapuntadas,
en las viñas frescas del amanecer. Una breva le dio a Platero, y ya
fue el blanco de la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni
contestar, yo tomé su partido; y un diluvio blando y azul cruzó el
aire puro, en todas direcciones, como una metralla rápida.
Un
doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el femenino
rendimiento.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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