CAPÍTULO
VII
Vestido
de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro,debo cobrar
un extraño espacio cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando,
yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con
sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los
harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas,
corren detrás de nosotros, chillando largamente.
-¡El
loco! ¡El loco! ¡El loco!
...Delante
está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un
incendiado añil, mis ojos ¡tan lejos de mis oídos! - se abren
noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa
serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte...
Y
quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados
finalmente, entrecortados, jadeantes, aburridos:
-¡El
lo... co! ¡El lo... co!
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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