CAPÍTULO
XI
Tú,
si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el carrillo del
pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los
montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros
que no tienen quien los quiera. No serás, descarnadas y sangrientas
tus costillas por los cuervos -tal la espina de un barco sobre el
ocaso grana-, el espectáculo feo de los viajantes de comercio que
van a la estación de San Juan en el coche de las seis; ni, hinchado
y rígido entre las almejas podridas de la gavia, el susto de los
niños que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta,
cogiéndose a las ramas, cuando salen, las tardes de domingo, al
otoño, a comer piñones tostados por los pinares.
Vive
tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo
del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de
la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en
sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me
traiga. Oirás cantar a las
muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será
gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los
chamarines y los verderones te pondrán, en la salud perenne de la
copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el
infinito cielo azul constante de Moguer.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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