jueves, 9 de abril de 2015

OBITUARIO PARA UN HOMBRE SINGULAR.



28 de noviembre de 1984

Hoy ha muerto un hombre.
Este hombre era mi amigo.
Este hombre tenía 35 años.
Desde alguna perspectiva, demasiado joven, sobre todo desde la óptica de la edad que las estadísticas reservan para la muerte.
Tiempo suficiente para lo hecho y absolutamente insuficiente para todo lo que se dejó sin hacer.

Este hombre era un ser humano interesante y una persona magnífica, pero básicamente era un individuo muy particular. Las opiniones sobre su existencia oscilan desde quienes lo tenían por un pedante insoportable hasta quienes sostienen que tenía la lucidez y la falta de humildad de los genios. Yo, que lo conocí como nadie, puedo contar que no era ni un genio ni un pedante. Era una persona que disfrutaba de su hacer y que, definido por sí mismo como un hedonista, vivía, como es lógico, haciendo.
Esta tendencia indiscriminada a la acción fue, quizá, una de las mayores dificultades que lo enfrentó en su relación con los demás. Casi todos, para él, eran muy lentos o inactivos, y por alguna razón que creo adivinar, se rodeó permanentemente de seres intelectualmente perezosos, a los cuales criticó despiadadamente. En un intento de aclarar esa actitud -quizá para justificarlo-, pienso que él no sólo no se consideraba un genio, sino que sospechó toda su vida que allá, muy atrás o muy adentro, era en realidad un idiota, un inepto, un ineficaz o, simplemente, un ser incapaz de todo acto creativo.
Pero mucho más que la actividad, mi amigo, aquí yacente, amaba la espectacularidad en las cosas. Sus amores debían ser pasiones. Sus gustos infinitos. Su tarea inigualable. Su energía inagotable. En su actividad profesional era, por esto, un maravilloso terapeuta catártico. Nadie como él era capaz de desencadenar un acting lleno de descarga emocional. (Me pregunto hoy: ¿Sería esto lo que siempre buscó para sí? Después de todo, él siempre se quejó de no encontrar un terapeuta capaz de ayudarlo definitivamente. ¿Qué quería? Quizá un terapeuta como él...)

Todo esto, dicho así o visto así, lo hace parecer maravilloso. ¿Cómo no enamorarse de qlguien que se comprometía con cada cosa que hacía, grande o pequeña, con el mismo absurdamente desbordado entusiasmo? Y, sin embargo, había otra cara de esta alegre moneda, otro aspecto más patético, como a él le gustaba decir, de esta misma situación... Quizá el lado indeseable de esta modalidad o, por qué no, el motor de estas características, era el siguiente:

Este hombre se aburría con mucha facilidad. Tal vez sea éste el único verdadero impulso de toda actividad de mi gran amigo y compañero. Él se enamoraba y se aburría de las personas, de los trabajos, de los deportes, de las maneras de vestir y de decir. Para ser sinceros, se aburría también de maneras de ser y de pensar. A pesar de que hoy, cuando existencialmente llega la hora de cerrar un balance, debo reconocer que hubo también cosas de las cuales nunca se aburrió. Vivió para ellas y por ellas, con toda la pasión con que disfrutaba o sufría sus otras vivencias. El símbolo más claro que me viene a la memoria es que nunca lo vi cansado, aburrido, harto, o apartándose de sus hijos.
(¿Será ésta la excepción que confirma la regla? O, simplemente, le faltó tiempo para aburrirse... Afortunadamente para su memoria, ya nunca lo sabremos.)
Es cierto, sin duda, que este hombre amaba a sus hijos por encima de todas las cosas. ¿Amaría a alguien como amó a sus hijos? (No ¨tanto como¨sino sólo ¨como¨ amó a sus hijos.) Más lejos aún: ¿Habrá amado a alguien más de una vez (en le sentido en que él utilizaba la palabra ¨amar¨)? Es decir: ¿Habrá aceptado a alguien totalmente? Ese sí que es un enigma. Una incógnita para los biógrafos. Mi humilde opinión es que él amaba todo el tiempo, excepto... cuando quería a alguien. Porque cuando este hombre quería a alguien, el amor, la aceptación y la generosidad parecían desvanecerse y en su lugar afloraban sus peores demandas, sus expectativas más enfermizas, sus dependencias más esclavizadoras...
Porque se puede dudar si amó o no, pero no cabe ninguna duda de que nunca se sintió verdaderamente amado. Detrás y a la sombra de este hombre ¨todopoderoso¨, fuerte, invulnerable, ¨pandórico¨ (valga el neologismo), a la sombra, digo, de este ser deseado y admirado, caminaba su otro ser, oculto como un macabro Mr. Hyde, no por cruel, sino por necesitado de afectos. Otro hombre lleno de carencias, débil, requiriente, pesado y desgraciado. Un desquerido, inseguro y mendicante... El hombre ocupó más de la mitad de su vida en encontrarse cara a cara con aquel Yo tan escondido. Y finalmente tuvo éxito; no por valiente, que no lo era, sino por testarudo... Cuando después de veinte años de búsqueda se descubrió a sí mismo (o creyó descubrirse a sí mismo), descubrió también (o creyó descubrir) que los demás, aquellos a los que amaba, seguían pidiéndole que fuera el que siempre había sido.
Y él, de alguna manera, claudicó.
Aceptó seguir jugando eternamente su papel de superhéroe, negando con su forzada euforia sus noches más oscuras.

Ni siquiera él mismo supo cómo se la ingenió para conseguirlo, pero nunca contó con nadie. Quiero decir contar. Contar como él pretendía, incondicionalmente. En su interior, él sabía que nadie cuenta con otro incondicionalmente, pero nunca pudo evitar esta búsqueda ridícula de un ser sobre cuya falda reclinar ingenuamente la cabeza y descansar, sin ninguna reserva, cerrando los ojos y bajando la guardia... sin dudas y sin temores.
Quizá hoy me esté atreviendo a decir lo que nunca antes le dije a la cara:

Nunca confiaste en nadie.

Duele creer esto de él, tan amigable, tan dispuesto. ¿Quién de vosotros, los que quedáis vivos, puede asegurar que fue su amigo? Muchos podrían, quizá, jactarse de que él ha sido su amigo pero, ¿quién puede asegurar la reciprocidad de esta relación? Sospecho sinceramente que nadie, porque dudo que él, con su mejor buena voluntad, fuera capaz de confiar en los que lo rodearon. No por las dificultades de los demás sino por sus propias incapacidades personales.

Y, sin embargo, puedo imaginar que alguna vez debe haber confiado.
Quizá alguna vez, allá lejos en el tiempo, confió...
Quizá confió y lo estafaron...
Pero, ¡qué absurda justificación!
¿Qué modifica este supuesto fraude? ¿Lo hace menos hipócrita? ¿Le quita, acaso, algo de la responsabilidad de no haber sido capaz de cosechar amigos? (Excepto uno, debo reconocer, que se salvó por emigrar.) ¿Deja acaso de lado su intervención en este, llamémoslo,¨fracaso¨?
Si él mismo estuviera escuchando, se negaría a aceptar la comprensión, la compasión o la lástima...

¡Tantas cosas quedan poco claras en esta vida tan intricada!

Una de las más misteriosas solía ocupar algún espacio en las cabezas de quienes lo conocían y querían. ¿Qué pasaba en su vida matrimonial? ¿Qué unía a este hombre con esa mujer? ¿Qué sentía por ella? La muerte interrumpe la incuestionable respuesta del tiempo.
Lo cierto es que, hasta el día de su muerte, cuestionamientos aparte, dudas al margen, y peleas incluidas, él permaneció en convivencia con su esposa.
Sería muy simplista pensar que se quedó por sus hijos.
Sería negador creer que él era totalmente feliz en esta relación.
Sería infantil pensar que él era o se creía incapaz de seducir o ser seducido por otra mujer.
Sería imbécil asumir que él desconocía lo que pasaba, o lo que negaba...
En definitiva, ¿se quedaba por su amor a esta mujer o se quedaba anclado por sus miedos?

Cualquiera que se lo hubiera preguntado sabría que él la amó u mucho. Pero lo que nadie supo es hasta cuándo. ¿La amaba en el momento de su muerte? Yo supongo que sí. Sin embargo, ella estaba llena de cuentas pendientes respecto a él, o de la vida que él le había dado en su momento, o del rol de ella en esa relación. Ella estaba, con toda razón, llena de resentimientos y vacía de las cosas que él le reclamaba desmedidamente. Y digo con toda razón porque yo creo que la vida con él no debe haber sido fácil ni satisfactoria.

No obstante, hoy, frente a este cadáver, sólo me interesa hablar del hombre, y él creyó haber sido un excelente compañero (por lo menos antes de aburrirse y abandonar la lucha o, mejor dicho, dejar la lucha justamente en manos de ella). Él creyó haber soportado lo insoportable, haberlo tolerado todo y hecho todo lo que podía, para construir la pareja que había soñado.
Lo cierto es que no tuvieron suficiente tiempo.
El mu tonto siempre hizo responsable a su mujer de estos desencuentros. Y justa o injustamente murió pensando que ella no había estado a la altura de las circunstancias.
A lo largo de sus últimos años, también el fue reuniendo rencores y resentimientos que ensuciaron su vida... Y nunca encontró el agua de un calmo remanso donde lavar esa repulsiva suciedad de años.

Es significativo saber que mucho más intenso que su amor por ella fue la manera en que este hombre quiso a esa mujer. Porque (esto es innegable) ¡nunca quiso a nadie como la quiso a ella! ¡Nunca!
Quizá éste fue el problema.
Sólo a ella le estaba concedido el dudoso privilegio de verlo tal como era.
Exclusivamente dentro de su pareja se atrevía a mostrar su lado más débil y dependiente.
Pero tampoco ella podía aceptarlo y contenerlo.
Y, si podía, no quería... Y si quería, él nunca lo supo.
¿Para qué siguió? Él sabía, enseñaba y repetía que el amor no es suficiente, ¿y entonces?

¡El miedo!
Es muy probable que ésta sea la clave de muchas actitudes y la respuesta del planteado enigma matrimonial: el temor. Porque así como era capaz de actuar profesionalmente sin restricciones, así como era temerario en su actividad, así era de débil e inseguro en su interior.
Alguna vez pensó que su verdadero diagnóstico psiquiátrico pasaba más por las fobias que por ningún otro lado. Ya se había dado cuenta, desde antaño, que su histeria era definitivamente una postura, un mecanismo de defensa o, en el mejor de los casos, una expresión de deseo. Este hombre estaba lleno de miedos. Desde miedos estúpidos y banales, como un brinco cardíaco cuando sonaba el teléfono después de las doce de la noche, hasta terror o pánico ante la fantasía de que algo le pudiera pasar alguno de sus hijos (sólo a tos, el dolor de cabeza de uno de ellos, bastaban para quitarle el sueño o, por lo menos, la paz). Y entre los dos extremos, superficiales y profundos, el miedo a la muerte... A su muerte. Un miedo que le acompañó hasta su último día arruinándole gran parte de su existencia. En los últimos tiempos se conducía muchas veces como un hipocondríaco, pendiente de su respiración, de su ritmo cardíaco, de sus dolores musculares o de cualquier reacción en su piel o mucosas. Siempre le molestó pensarse hipocondríaco, quizá porque sabía que ese episodio que lo mató quedaría disimulado tras sus permanentes temores a enfermedades. ¿sería esta preocupación sobre la muerte parte de su estructura psicológica o parte desu actitud para psicológica de anticipación? Hoy, desde un ¨despues¨irreversible, esta inquietud pasa a ser poco o nada importante. De hecho, viendo esta historia en retrospectiva, la muerte temprana también podría llegar a ser interpretada como el final natural y deseado de un gasto energético espantoso... Pero él no quería morirse.
O, por lo menos, quería vivir más que lo que quería morirse.. Porque a pesar de todo lo dicho, este hombre disfrutaba viviendo, y quienes lo rodeaban, él así lo creía, disfrutaban de que existiera. Pero atención: aquel goce mutuo debió mantenerse siempre ¨a distancia¨.
Porque él tenía una odiosa costumbre o, mejor dicho, una adicción espantosa: esa ridícula vocación de sinceridad a la que el mundo circundante no estaba acostumbrado, ni pensaba acostumbrarse. Y esa absurda manía de franqueza le traía muchos problemas. El hombre decía: ¨Yo soy un buen terapeuta¨. Y el mundo le colgaba un cartel de fanfarrón.
Se la ¨jugaba¨ frente a situaciones de las que otros escapaban y la gente le llamaba omnipotente.
Se vanagloriaba de sus logros, justamente conseguidos, y su entorno lo castigaba por vanidoso.
Decía la verdad con un ¨no quiero verte¨ y su interlocutor le gritaba que era agresivo.
Dejaba de ir donde no quería y era tildado de antisociable.
Se negaba a mentir y le señalaban por su crueldad.
Se negaba a ser ¨como todos¨, Sólo para no desaparecer, y todos le acusaban de querer ser el centro.

Es necesario aceptarlo.
Él, que era médico, psiquiatra, psicoterapeuta, psicoanalizador, analista, docente en comunicación, guestáltico y más o menos agudo observador de afuera... Él, aunque suene extraño,¡nunca entendió a la gente!

¿Qué queda del paso por la vida de este ser humano? ¿Valía la pena?

Quedan sus hijos y sólo por eso ya vale la pena.

Queda lo mucho o poco (yo creo que mucho) que este hombre dio, dejó, enseñó y ayudó a sus pacientes.

Queda la continuidad de su tarea, en otros profesionales de la salud y de la educación que aprendieron, o dijeron aprender de él.
Queda el soporte económico sólido que tanto le preocupaba en los últimos años.

Queda el pensamiento y la manera de escribir de este ser humano.

Queda el registro de su buen humor, de su sonrisa y de su originalidad.

Queda la certeza de que se puede y ¨se debe¨ luchar por la propia ideología.

¡Yace aquí alguien de quien se puede decir, sin temor a equivocarse, que hizo todo lo que pudo para ser Feliz...
y lo consiguió!

Quizá, después de todo lo dicho, acaba de tomar sentido el epitafio que él mismo pidió que se escribiera sobre su tumba:

Ser feliz es sentir la convicción de estar en el camino correcto.

JORGE BUCA

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