28
de noviembre de 1984
Hoy
ha muerto un hombre.
Este
hombre era mi amigo.
Este
hombre tenía 35 años.
Desde
alguna perspectiva, demasiado joven, sobre todo desde la óptica de
la edad que las estadísticas reservan para la muerte.
Tiempo
suficiente para lo hecho y absolutamente insuficiente para todo lo
que se dejó sin hacer.
Este
hombre era un ser humano interesante y una persona magnífica, pero
básicamente era un individuo muy particular.
Las opiniones sobre su existencia oscilan desde quienes lo tenían
por un pedante insoportable hasta quienes sostienen que tenía la
lucidez y la falta de humildad de los genios. Yo, que lo conocí como
nadie, puedo contar que no era ni un genio ni un pedante. Era una
persona que disfrutaba de su hacer y que, definido por sí mismo como
un hedonista, vivía, como es lógico, haciendo.
Esta
tendencia indiscriminada a la acción fue, quizá, una de las mayores
dificultades que lo enfrentó en su relación con los demás. Casi
todos, para él, eran muy lentos o inactivos, y por alguna razón que
creo adivinar, se rodeó permanentemente de seres intelectualmente
perezosos, a los cuales criticó despiadadamente. En un intento de
aclarar esa actitud -quizá para justificarlo-, pienso que él no
sólo no se consideraba un genio, sino que sospechó toda su vida que
allá, muy atrás o muy adentro, era en realidad un idiota, un
inepto, un ineficaz o, simplemente, un ser incapaz de todo acto
creativo.
Pero
mucho más que la actividad, mi amigo, aquí yacente, amaba la
espectacularidad en las cosas. Sus amores
debían ser pasiones. Sus gustos infinitos. Su tarea inigualable. Su
energía inagotable.
En su actividad profesional era, por esto, un maravilloso terapeuta
catártico. Nadie como él era capaz de desencadenar un acting lleno
de descarga emocional. (Me pregunto hoy: ¿Sería esto lo que siempre
buscó para sí? Después de todo, él siempre se quejó de no
encontrar un terapeuta capaz de ayudarlo definitivamente. ¿Qué
quería? Quizá un terapeuta como él...)
Todo
esto, dicho así o visto así, lo hace parecer maravilloso. ¿Cómo
no enamorarse de qlguien que se comprometía con cada cosa que hacía,
grande o pequeña, con el mismo absurdamente desbordado entusiasmo?
Y, sin embargo, había otra cara de esta alegre moneda, otro aspecto
más patético, como a él le gustaba decir, de esta misma
situación... Quizá el lado indeseable de esta modalidad o, por qué
no, el motor de estas características, era el siguiente:
Este
hombre se aburría con mucha facilidad. Tal vez sea éste el único
verdadero impulso de toda actividad de mi gran amigo y compañero. Él
se enamoraba y se aburría de las personas, de los trabajos, de los
deportes, de las maneras de vestir y de decir. Para ser sinceros, se
aburría también de maneras de ser y de pensar. A pesar de que hoy,
cuando existencialmente llega la hora de cerrar un balance, debo
reconocer que hubo también cosas de las cuales nunca se aburrió.
Vivió
para ellas y por ellas,
con toda la pasión con que disfrutaba o sufría sus otras vivencias.
El
símbolo más claro que me viene a la memoria es que nunca lo vi
cansado, aburrido, harto, o apartándose de sus hijos.
(¿Será
ésta la excepción que confirma la regla? O, simplemente, le faltó
tiempo para aburrirse... Afortunadamente para su memoria, ya nunca lo
sabremos.)
Es
cierto, sin duda, que este hombre amaba a sus hijos por encima de
todas las cosas. ¿Amaría a alguien como amó a sus hijos? (No
¨tanto como¨sino sólo ¨como¨ amó a sus hijos.) Más lejos aún:
¿Habrá amado a alguien más de una vez (en le sentido en que él
utilizaba la palabra ¨amar¨)? Es decir: ¿Habrá aceptado a alguien
totalmente? Ese sí que es un enigma. Una incógnita para los
biógrafos. Mi humilde opinión es que él amaba todo el tiempo,
excepto... cuando quería a alguien. Porque cuando este hombre quería
a alguien, el amor, la aceptación y la generosidad parecían
desvanecerse y en su lugar afloraban sus peores demandas, sus
expectativas más enfermizas, sus dependencias más esclavizadoras...
Porque
se puede dudar si amó o no, pero no cabe ninguna duda de que nunca
se sintió verdaderamente amado. Detrás y a la sombra de este hombre
¨todopoderoso¨, fuerte, invulnerable, ¨pandórico¨ (valga el
neologismo), a la sombra, digo, de este ser deseado y admirado,
caminaba su otro ser, oculto como un macabro Mr. Hyde, no por cruel,
sino por necesitado de afectos. Otro hombre lleno de carencias,
débil, requiriente, pesado y desgraciado. Un desquerido, inseguro y
mendicante... El hombre ocupó más de la mitad de su vida en
encontrarse cara a cara con aquel Yo
tan escondido.
Y finalmente tuvo éxito; no por valiente, que no lo era, sino por
testarudo... Cuando después de veinte años de búsqueda se
descubrió a sí mismo (o creyó descubrirse a sí mismo), descubrió
también (o creyó descubrir) que los demás, aquellos a los que
amaba, seguían pidiéndole que fuera el que siempre había sido.
Y
él, de alguna manera, claudicó.
Aceptó
seguir jugando eternamente su papel de superhéroe, negando con su
forzada euforia sus noches más oscuras.
Ni
siquiera él mismo supo cómo se la ingenió para conseguirlo, pero
nunca contó con nadie. Quiero decir contar. Contar como él
pretendía, incondicionalmente. En su interior, él sabía que nadie
cuenta con otro incondicionalmente, pero nunca pudo evitar esta
búsqueda ridícula de un ser sobre cuya falda reclinar ingenuamente
la cabeza y descansar, sin ninguna reserva, cerrando los ojos y
bajando la guardia... sin dudas y sin temores.
Quizá
hoy me esté atreviendo a decir lo que nunca antes le dije a la cara:
Nunca
confiaste en nadie.
Duele
creer esto de él, tan amigable, tan dispuesto. ¿Quién de vosotros,
los que quedáis vivos, puede asegurar que fue su amigo? Muchos
podrían, quizá, jactarse de que él ha sido su amigo pero, ¿quién
puede asegurar la reciprocidad de esta relación? Sospecho
sinceramente que nadie, porque dudo que él, con su mejor buena
voluntad, fuera capaz de confiar en los que lo rodearon. No por las
dificultades de los demás sino por sus propias incapacidades
personales.
Y,
sin embargo, puedo imaginar que alguna vez debe haber confiado.
Quizá
alguna vez, allá lejos en el tiempo, confió...
Quizá
confió y lo estafaron...
Pero,
¡qué absurda justificación!
¿Qué
modifica este supuesto fraude? ¿Lo hace menos hipócrita? ¿Le
quita, acaso, algo de la responsabilidad de no haber sido capaz de
cosechar amigos? (Excepto uno, debo reconocer, que se salvó por
emigrar.) ¿Deja acaso de lado su intervención en este,
llamémoslo,¨fracaso¨?
Si
él mismo estuviera escuchando, se negaría a aceptar la comprensión,
la compasión o la lástima...
¡Tantas
cosas quedan poco claras en esta vida tan intricada!
Una
de las más misteriosas solía ocupar algún espacio en las cabezas
de quienes lo conocían y querían. ¿Qué pasaba en su vida
matrimonial? ¿Qué unía a este hombre con esa mujer? ¿Qué sentía
por ella? La
muerte interrumpe la incuestionable respuesta del tiempo.
Lo
cierto es que, hasta el día de su muerte, cuestionamientos aparte,
dudas al margen, y peleas incluidas, él permaneció en convivencia
con su esposa.
Sería
muy simplista pensar que se quedó por sus hijos.
Sería
negador creer que él era totalmente feliz en esta relación.
Sería
infantil pensar que él era o se creía incapaz de seducir o ser
seducido por otra mujer.
Sería
imbécil asumir que él desconocía lo que pasaba, o lo que negaba...
En
definitiva, ¿se quedaba por su amor a esta mujer o se quedaba
anclado por sus miedos?
Cualquiera
que se lo hubiera preguntado sabría que él la amó u mucho. Pero lo
que nadie supo es hasta cuándo. ¿La amaba en el momento de su
muerte? Yo supongo que sí. Sin embargo, ella estaba llena de cuentas
pendientes respecto a él, o de la vida que él le había dado en su
momento, o del rol de ella en esa relación. Ella estaba, con toda
razón, llena de resentimientos y vacía de las cosas que él le
reclamaba desmedidamente. Y digo con toda razón porque yo creo que
la vida con él no debe haber sido fácil ni satisfactoria.
No
obstante, hoy, frente a este cadáver, sólo me interesa hablar del
hombre, y él creyó haber sido un excelente compañero (por lo menos
antes de aburrirse y abandonar la lucha o, mejor dicho, dejar la
lucha justamente en manos de ella). Él creyó haber soportado lo
insoportable, haberlo tolerado todo y hecho todo lo que podía, para
construir la pareja que había soñado.
Lo
cierto es que no tuvieron suficiente tiempo.
El
mu tonto siempre hizo responsable a su mujer de estos desencuentros.
Y justa o injustamente murió pensando que ella no había estado a la
altura de las circunstancias.
A
lo largo de sus últimos años, también el fue reuniendo rencores y
resentimientos que ensuciaron su vida... Y nunca
encontró el agua de un calmo remanso donde lavar esa repulsiva
suciedad de años.
Es
significativo saber que mucho más intenso que su amor por ella fue
la manera en que este hombre quiso a esa mujer. Porque (esto es
innegable) ¡nunca quiso a nadie como la quiso a ella! ¡Nunca!
Quizá
éste fue el problema.
Sólo
a ella le estaba concedido el dudoso privilegio de verlo tal como
era.
Exclusivamente
dentro de su pareja se atrevía a mostrar su lado más débil y
dependiente.
Pero
tampoco ella podía aceptarlo y contenerlo.
Y,
si podía, no quería... Y si quería, él nunca lo supo.
¿Para
qué siguió? Él sabía, enseñaba y repetía que el amor no es
suficiente, ¿y entonces?
¡El
miedo!
Es
muy probable que ésta sea la clave de muchas actitudes y la
respuesta del planteado enigma matrimonial: el temor. Porque así
como era capaz de actuar profesionalmente sin restricciones, así
como era temerario en su actividad, así era de débil e inseguro en
su interior.
Alguna
vez pensó que su verdadero diagnóstico psiquiátrico pasaba más
por las fobias que por ningún otro lado. Ya se había dado cuenta,
desde antaño, que su histeria era definitivamente una postura, un
mecanismo de defensa o, en el mejor de los casos, una expresión de
deseo. Este hombre estaba lleno de miedos. Desde miedos estúpidos y
banales, como un brinco cardíaco cuando sonaba el teléfono después
de las doce de la noche, hasta terror o pánico ante la fantasía de
que algo le pudiera pasar alguno de sus hijos (sólo a tos, el dolor
de cabeza de uno de ellos, bastaban para quitarle el sueño o, por lo
menos, la paz). Y entre los dos extremos, superficiales y profundos,
el miedo a la muerte... A su muerte. Un miedo que le acompañó
hasta su último día arruinándole gran parte de su existencia. En
los últimos tiempos se conducía muchas veces como un hipocondríaco,
pendiente de su respiración, de su ritmo cardíaco, de sus dolores
musculares o de cualquier reacción en su piel o mucosas. Siempre le
molestó pensarse hipocondríaco, quizá porque sabía que ese
episodio que lo mató quedaría disimulado tras sus permanentes
temores a enfermedades. ¿sería esta preocupación sobre la muerte
parte de su estructura psicológica o parte desu actitud para
psicológica de anticipación? Hoy, desde un ¨despues¨irreversible,
esta inquietud pasa a ser poco o nada importante. De hecho, viendo
esta historia en retrospectiva, la muerte temprana también podría
llegar a ser interpretada como el final natural y deseado de un
gasto energético espantoso... Pero él no quería morirse.
O,
por lo menos, quería vivir más que lo que quería morirse.. Porque
a pesar de todo lo dicho, este hombre disfrutaba viviendo, y quienes
lo rodeaban, él así lo creía, disfrutaban de que existiera. Pero
atención: aquel goce mutuo debió mantenerse siempre ¨a distancia¨.
Porque
él tenía una odiosa costumbre o, mejor dicho, una adicción
espantosa: esa ridícula vocación de sinceridad a la que el mundo
circundante no estaba acostumbrado, ni pensaba acostumbrarse. Y esa
absurda manía de franqueza le traía muchos problemas. El hombre
decía: ¨Yo soy un buen terapeuta¨. Y el mundo le colgaba un cartel
de fanfarrón.
Se
la ¨jugaba¨ frente a situaciones de las que otros escapaban y la
gente le llamaba omnipotente.
Se
vanagloriaba de sus logros, justamente conseguidos, y su entorno lo
castigaba por vanidoso.
Decía
la verdad con un ¨no
quiero verte¨
y su interlocutor le gritaba que era agresivo.
Dejaba
de ir donde no quería y era tildado de antisociable.
Se
negaba a mentir y le señalaban por su crueldad.
Se
negaba a ser ¨como todos¨, Sólo para no desaparecer, y todos le
acusaban de querer ser el centro.
Es
necesario aceptarlo.
Él,
que era médico, psiquiatra, psicoterapeuta, psicoanalizador,
analista, docente en comunicación, guestáltico y más o menos agudo
observador de afuera... Él, aunque suene extraño,¡nunca
entendió a la gente!
¿Qué
queda del paso por la vida de este ser humano? ¿Valía la pena?
Quedan
sus hijos y sólo por eso ya vale la pena.
Queda
lo mucho o poco (yo creo que mucho) que este hombre dio, dejó,
enseñó y ayudó a sus pacientes.
Queda
la continuidad de su tarea, en otros profesionales de la salud y de
la educación que aprendieron, o dijeron aprender de él.
Queda
el soporte económico sólido que tanto le preocupaba en los últimos
años.
Queda
el pensamiento y la manera de escribir de este ser humano.
Queda
el registro de su buen humor, de su sonrisa y de su originalidad.
Queda
la certeza de que se puede y ¨se debe¨ luchar por la propia
ideología.
¡Yace
aquí alguien de quien se puede decir, sin temor a equivocarse, que
hizo todo lo que pudo para ser Feliz...
y
lo consiguió!
Quizá,
después de todo lo dicho, acaba de tomar sentido el epitafio que él
mismo pidió que se escribiera sobre su tumba:
Ser
feliz es sentir la convicción de estar en el camino correcto.
JORGE
BUCA
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