Sr.
Dr. Joaquín María Ayanach
Calle
Gualeguaychú 431
Capital
Federal
S/M
Estimado
señor,
Antes
de nada, debo decirle que usted no me conoce. Por lo menos no en el
sentido vulgar del conocer. Es decir, como yo lo conozco a usted.
Quiero
decir que yo sí que tengo agendado su nombre y su domicilio. Yo
conozco su edad, sus gustos, el lugar donde va de vacaciones, la
marca del coche que usa. Conozco el nombre de su esposa, el de sus
hijos y hasta el de su perro cocker (¨Pongo¨, ¿verdad?). Me
interrumpe pensar que quizá todos estos datos lo inquieten un poco.
Como
todos los que transitan por espacios de poder, tiene usted también
sus aspectos paranoides. Me lo imagino preguntándose: ¨¿Cómo sabe
estas cosas de mí?, ¿dónde consiguió ese dato?¨.
Para
evitar que se siga angustiando con esas preguntas, me apresuro en
responderle que no existe ningún dato tan secreto que un poco de
dinero y mucho tiempo no sean capaces de conseguir... Y, la verdad,
es que no me falta ni una cosa ni la otra. (A veces me parece que lo
que hace que Dios sea omnipotente no es el poder, sino la paciencia
infinita que da la inmortalidad. Nosotros, los humanos, en cambio,
nos enfrentamos con ese grado de urgencia al que nos obliga la
forzosa conciencia de nuestra finitud.)
Eso
sí, para llevar adelante una investigación seria hace falta
adosarle a la paciencia un poco de inteligencia y, obviamente, una
cantidad de interés por lo investigado proporcional a la dificultad.
(Porque, además, sin interés es imposible aguzar la
inteligencia...)
Quizá
fuera justo empezar por contarle cuándo empezó mi interés por
usted.
Es
muy probable que no lo recuerde, ya que han pasado muchos años. Pero
el caso es que, un día, exactamente el jueves 23 de julio de 1991,
pasadas las dos de la tarde (dos y cuarto exactamente) usted
transitaba con su BMW gris por la calla Avellaneda, en Flores. Había
llovido toda la tarde y las calles estaban encharcadas como siempre.
Al llegar a la esquina de Artigas, dobló a la izquierda a toda
velocidad y enfiló hasta Gaona, dejando que el coche se desplazara
un poco de cola, como a usted le gusta doblar. Justo ahí, a metros
de Avellaneda, hay un bache. Usted lo conocía, sabía de ese bache
porque se arrimó a la derecha para esquivarlo (¿se acuerda?)... Al
hacerlo, claro, salpicó al viejecito que
intentaba cruzar aprovechando que el semáforo cortaba el tráfico de
Artigas. Lo salpicó de arriba abajo, desde las rodillas hasta el
sombrero.
Usted
lo vio. Yo sé que lo vio.
Y,
misteriosamente, contra todo lo esperado, doctor, ¡usted
no paró! Y no sólo no paró, sino que además (y esto fue
lo más significativo) hizo un gesto... Un gesto que debió durar
tres o cuatro segundos, no más... Un gesto de desprecio, un rictus
de fastidio, unos milímetros de torcedura de su
boca... A eso siguió un leve, levísimo encogimiento de hombros que
dijo, clara y fugazmente, todo lo que hacía falta saber sobre su
lectura de lo ocurrido.
Ese
día me dije: ¨¡Qué mala persona!¨.
Conviene
que yo le aclare algo sobre mí. No tengo prejuicios. No tengo nada
contra los coches importados ni contra sus poseedores. También soy,
creo, comprensivo y tolerante. Así qué, después, pensé que tal
vez me había equivocado y su actitud no había sido tal. O
quizá esa actitud suya había sido excepcional.
Una
excepción a la regla que media su vida, un mal momento, un error, un
exabrupto...
Ojalá
lo entienda, doctor. Para alguien como yo, que no entiende de
aproximaciones ni de medias tintas, las cosas son o no son. Y la
única manera de saber si usted esra o no un bastardo era
investigarlo, investigándolo seriamente...
¡Así
que eso es lo que hice!
Durante
los últimos cinco años me he dedicado a saber de usted para poder
ratificar esa horrible primera impresión que me causó su actitud.
Y
aquí estoy, doctor Ayanach. La investigación ha terminado o, mejor
dicho, lo hallado es más que suficiente para una conclusión: usted
es aún más despreciable de lo que yo pude pensar en 1991.
El
24 de julio, al día siguiente del incidente, a la una y media de la
tarde, me paré en la misma esquina de Artiagas y Avellaneda
esperando a que pasara, apoyándome en la presunción de que usted,
como yo, no cambia sus rutas cotidianas (siempre me ha
sorprendido esa odiosa manía que tenemos los humanos de hacer rígida
nuestra conducta en hábitos: comemos siempre lo mismo, nos vestimos
del mismo color, veraneamos en la misma ciudad, consumimos la misma
marca de cigarrillos y, por supuesto, recorremos las mismas calles de
la ciudad para ir de un lugar a otro).
Usted
no es la excepción. Así que a las dos y catorce minutos volvió a
doblar con su BMW por Artigas hacia Gaona y esquivó el bache de
Artigas arrimándose a la acera de mano derecha.
Ese
día no había agua, ni viejecito cruzando. No hubo gesto ni nada que
me distrajera de anotar su número de matrícula: B-2153412.
El
lunes siguiente decidí no trabajar y dedicar a la investigación el
día completo. Así que me subí a mi coche, lo aparqué sobre
Artigas y, de nuevo, esperé su paso. A la hora de siempre, el coche
importado gris dobló y empecé a seguirlo: Juan B. Busto, Warnes,
Serrano, Santa Fe, Gurruchaga. Confieso que me fastidió un poco
verlo aparcar entre los lugares reservados para la comisaría de la
esquina de Santa Fe y Gurruchaga. Por un momento imaginé que sería
usted comisario, o algo así. Pero no, usted ni siquiera entró en la
comisaría. Pasó frente a la puerta y el guardia urbano lo saludó
con la venia. Desde mi coche lo vi caminar por Santa Fe hacia Canning
unos veinte o treinta metros y entrar en un edificio. En aquel
momento el guardia urbano hizo sonar el silbato haciendo señas para
que avanzara.
¿Por
qué, doctor, puede usted aparcar su coche en un lugar reservado para
la comisaría y yo tuve que ir a buscar un lugar donde aparcar, cosa
difícil, por cierto, en aquella zona?
¿Por
qué, doctor, nos hemos transformado en un compendio de oscuros
privilegios concedidos o usurpados que benefician a unos a expensas
de todos los demás?
¿Cómo
es que el hecho de tener una profesión como la de comisario, o
subcomisario, permite hacer suyo un pedazo de ciudad para guardar su
coche, y encima concede el poder de trasladar ese don a otros?
Porque
usted, doctor, no trabaja en la comisaría. Usted es ¨amigo del
comisario¨. ¿Da eso derecho a unos metros cuadrados de vía
pública? ¿Cuánto cuesta esa dádiva, doctor? ¿Un ¨favorcito¨?
¿Un ¨dinerito¨? ¿Una concesión compensatoria ¨non
sancta¨?
Mascullando
palabrotas contra usted, la policía, el ayuntamiento y el
sistema, aparqué y caminé las dos manzanas de vuelta
hasta Santa Fe.
Al
final de la tarde ya sabía lo que necesitaba para empezar mi
investigación. Sabía su nombre, la dirección de su oficina, su
profesión (abogado penalista) y su horario de atención: los lunes,
miércoles, jueves y viernes de dos a seis.
Hasta
el momento que entré en su oficina, confieso que aún tenía dudas
sobre mis presunciones. Tanto
el episodio de Flores como el ¨privilegio¨ del estacionamiento
frente a la comisaría no eran suficientes para mí... Pero cuando su
secretaria Mirta (la rubia, la que tiene dos hijos y vive en Liniers)
me dio cita con usted para las dos del siguiente lunes, me di cuenta
de su falta de respeto a los demás. Porque su secretaria sigue sus
indicaciones, doctor, y usted y yo sabemos que no puede llegar a las
dos si a las dos y cuarto... ¡dobla por Artigas, en Flores!
¿Qué
se supone que hace la persona que ha sido citada a las dos,
entre las dos de la tarde y las tres menos cuarto, que es cuando
usted llega? ¿Qué hace
con su problema legal, con su ansiedad y con su angustia? No sabe qué
hace, ¿verdad, doctor? No lo sabe ni le importa un rábano... Que
espere. El otro, que espere.
Confieso,
doctor, que mi opinión sobre los penalistas nunca ha sido
maravillosa. Siempre he
pensado que las personas deberían tener alguna imagen de sí mismos
relacionada con la profesión que después eligen. No
puede ser casual que casi todos los médicos sean hipocondríacos,
casi todos los economistas sean tramposos y que no existan abogados
fiables. Muchos meses de mi investigación los he dedicado a estudiar
psicología. Ha
sido un intento de llegar a comprenderlo a usted y sus mecanismos.
No me cabía en la cabeza que un individuo que se dedicaba a la
justicia tuviera una idea
tan poco aceptable de la moral y de lo justo. Aprendí,
entonces, algo que se llama ¨formación reactiva¨ (un supuesto
mecanismo mediante el cual uno actúa para intentar cambiar el signo
de la acción que sigue a un deseo censurable...).
La
psicología sería mucho más benévola con usted que yo, doctor.
Para la ciencia, usted ¨sublima
sus pulsiones¨ con su
profesión, lo cual, así enunciado, hasta parece ennoblecedor.
No, doctor. No hay ningún mecanismo reactivo que
justifique, por ejemplo, que usted haya conseguido que su cliente,
Fuentes Orbide,
saliera en libertad incriminando a su socio y cuñado. Usted
sabía que el otro era inocente. Usted sabía que su presentación y
planteamiento de defensa terminaría cambiando el lugar, en la
cárcel, de su cliente por el de su víctima. Y, sin
embargo, igual lo hizo. Usted
no defendía la justicia, doctor. Ni siquiera a su cliente.
Usted
defendió su bolsillo, su renombre, su interés personal.
Dos semanas después de que el pobre socio de su cliente fuera
detenido, alguien le habló sobre el caso, en un pasillo de los
tribunales. El comentario era una especie de reproche por haberlo
¨mandado preso¨... ¿Recuerda su respuesta, doctor?
Sus palabras resuenan en mi cabeza como si hubiera estado allí
escuchando. Usted dijo: ¨Bueno.
Si no puede pagarse un buen abogado. ¡que se joda!¨.
Nada
de justificaciones
reactivas para usted, doctor. Nada de interpretaciones de sublimación
para las actitudes de la más baja calaña.
¿Es
que vamos a echarle la culpa a sus pulsiones por esa repulsiva escala
de valores con la que usted maneja sus relaciones interpersonales?
¿Vamos ahora a interpretar como ¨fobia
a la pobreza¨ esa actitud en el restaurante de la
calle Alvear aquel mediodía de septiembre...?
Déjeme
que le ayude a recordar...
Fue
hace más o menos dos años. Usted almorzaba con María Elena, su
amante, en el restaurante de Alvear. Así que debía ser martes
(mucho tiempo me llevó entender que los martes eran los días
dedicados a su amante). Yo los miraba sentado en una mesa no
demasiado alejada, como tantas otras veces. Aquel día, mientras
comíamos, entró un niño
de unos diez años vendiendo rosas por las mesas. Nadie lo había
visto: ni los camareros, ni María Elena, ni yo... Y, de pronto,
usted gritó: ¨¡Camarero!¨. Y el camarero que le atiende siempre
(y que le teme tanto como le odia), se acercó rápidamente.
Entonces, usted hizo que el camarero echara al chico a empujones a la
calle.
La
psicología tendrá muchas explicaciones para estas canalladas, pero
yo sólo tengo una. Usted
es un canalla, doctor. Tan canalla que no merece vivir.
Pensará
usted: ¨Y a éste. ¿qué le importa?¨. Me importa doctor, me
importa mucho...
Me
importa porque yo soy aquel viejecito que usted
salpicó en Artigas y Gaona hace cinco años. Me
importa porque también soy quien tiene que caminar
dos manzanas todos los días porque no puede aparcar en Gurruchaga y
Santa Fe. Me importa
porque soy su esposa, doctor, que quisiera comer con
usted alguna vez, y porque, de
alguna manera, también soy su amante, que quisiera
no comer con usted algún martes. Me
importa porque soy el preso inocente que paga en la cárcel por lo
que no hizo. Me importa
porque, de muchas maneras, yo soy el niño que intenta vender las
flores en el restaurante de la calle Alvear...
Los
psicólogos me han enseñado mucho sobre los mecanismos de la mente.
Así que debo admitir, por fin, aunque me duela, que
me importa porque,
seguramente, yo soy tan canalla como usted, doctor. Yo
soy tan corrupto, tan soberbio, tan agresivo, tan interesado, tan
egoista, tan humillante, tan autoritario y tan despreciable como
usted. En los últimos
años, doctor, he llegado a pensar, por momentos, que usted no era
más que una parte de mí. Una horrible parte mía, con vida
independiente, que muestra lo peor de mí en cada una de sus
actitudes.
Creo
que fue a partir de esas ideas de ¨encarnaciones¨,
identificaciones¨ y ¨escisiones de la personalidad¨ cuando me di
cuenta de que usted no sólo no merecía vivir, sino que, además,
debía morir.
Sí
¡Morir! ¿Pero morir cómo?
Quién
sabe...
¿Cuál
sería la forma más justa? ¿Accidente? ¿Infarto? ¿Suicidio? No lo
sé...
La
más honesta, sin duda, sería, lisa y llanamente, el asesinato. Es
decir, que alguien, finalmente, decidiera matar lo que usted tan
arquetípicamente representa del resto de nosotros.
¿Entiende
usted el porqué de mi carta, doctor?
No
le escribo para que se arrepienta...
Le
escribo para informarle (porque creo que le concierne) de que he
decidido matarle.
Por
supuesto -yo lo sé-, usted pensará en tomar sus medidas de
precaución: guardias, armas, guardaespaldas, sistemas de alarma,
custodia en su casa, investigación de todo su personal, etc.
Pero,
¿cuánto tiempo se puede
mantener todo eso?
¡Me
costó cinco años reunir la información que me permite sentenciarlo
con justicia! Puedo
esperar cinco, diez o veinte para cumplir la ejecución... En
algún momento
la
vigilancia se debilita, la precaución se olvida, los detalles se
descuidan... Y en ese momento, doctor Ayanack, yo estaré
esperándolo.
Puede
que alguien dude (quizá usted mismo) de que este aviso de asesinato
sea real...
Si
yo mismo soy real...
¿Cómo
saber, por ejemplo, si esto no es una especie de acto de culpabilidad
inconsciente por su parte? En un psicologismo salvaje, alguien podría
preguntarse si ésta es una carta dirigida por usted a sí mismo para
reprocharse sus miserables acciones.
En
contra de esta postura, está mi idea de que usted es absolutamente
incapaz de sentir culpa.
Le
considero un amoral, en el explícito sentido de la palabra.
Aunque
existe, a favor de esta posibilidad, un acto inquietante. Como
la policía podrá comprobar, esta carta ha sido escrita en su
máquina de escribir, la que está sobre su escritorio, en la casa de
Floresta. El papel es el mismo que usted utiliza y ha salido de su
cajón del escritorio. Si consideramos el tiempo que lleva
mecanografiar esta carta, llegaríamos a la conclusión de que la
única persona que podría haberla escrito sin despertar sospecha
es... usted mismo, doctor. Este pequeño misterio final que toma
nuestra historia me encanta porque le concede un toque de novela
policíaca que me fascina. Voy a guardarme el
secreto de cómo lo hice para poder volver a escribirle si apareciera
algo más que debiera decirle.
Por
ahora, me despido de usted, no sin antes permitirme hacerle una
petición.
Cuídese,
doctor Ayanack, ¡cuídese! No me gustaría que, por un tonto
descuido, un accidente real transformara en inútil todo mi trabajo.
J.M.A.
JORGE
BUCAY.
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