miércoles, 1 de abril de 2015

PEQUEÑA HISTORIA AUTOBIOGRÁFICA.



Había una vez un señor que vivía como lo que era:

una persona común y corriente.

Un buen día, misteriosamente, notó que la gente empezaba a halagarlo diciéndole lo alto que era:
-¡Qué alto estás!
-¡Cómo has crecido!
-Envidio la altura que tienes...

Al principio, esto lo sorprendió, así que, durante unos días, notó que se miraba de reojo al pasar junto a los escaparates de las tiendas y en los espejos de los autobuses.
Pero el hombre siempre se vía igual, ni tan alto ni tan bajo...
Él trató de restarle importancia, pero cuando después de unas semanas empezó a notar que tres de cuatro personas lo miraban desde abajo, empezó a interesarse por el fenómeno.
El señor compró un metro para medirse. Lo hizo con método y minuciosidad, y después de varias mediciones y comprobaciones, confirmó que su estatura era la de siempre.
Los demás seguían admirándolo.
-¡Qué alto estás!
-¡Cómo has crecido!
-Envidio la altura que tienes...
El hombre empezó a pasar largas horas delante del espejo mirándose. Trataba de confirmar si era realmente más alto que antes.
No había manera: él se veía normal, ni tan alto ni tan bajo.
No contento con aquello, decidió marcar el punto más alto de su cabeza con una tiza en la pared (de manera que tendría una referencia fiable de su evolución).
La gente insistía en decirle:
-¡Qué alto estás!
-¡Cómo has crecido!
-Envidio la altura que tienes...

...y se inclinaban para mirarlo desde abajo. Pasaron los días.
El hombre volvió a marcar la pared con tiza varias veces, pero su marca siempre estaba a la misma altura.
El hombre empezó a creer que se estaban burlando de él. Así que, cada vez que alguien le hablaba sobre alturas, éste cambiaba de tema, lo insultaba o simplemente se iba sin decir una palabra.
De nada sirvió... La cosa seguía:
-¡Qué alto estás!
-¡Cómo has crecido!
-Envidio la altura que tienes...
El hombre era muy racional y pensó que todo aquello debía tener una explicación.
Tanta admiración recibía y era tan bonito recibirla que el hombre deseó que fuera cierto...
Y un día se le ocurrió que, quizá, sus ojos le estaban engañando.
Él podía haber crecido hasta ser un gigante y, por algún conjuro o hechizo, ser el único que no lo podía ver...
-¡Eso! ¡Eso era lo que debía estar pasando!
Montado en estas idea, el señor empezó a vivir, desde aquel momento, una época gloriosa.
Disfrutaba de las frases y las miradas de los demás.
-¡Qué alto estás!
-Cómo has crecido!
-Envidio la altura que tienes...

Había dejado de sentir aquel complejo de impostor que tan mal le sentaba.
Un día sucedió el milagro.
Se puso frente al espejo y realmente le pareció que había crecido.
Todo empezaba a aclararse. El hechizo había terminado. Ahora él también podía verse más alto.
Se acostumbró a caminar más erguido.
Caminaba echando la cabeza hacia atrás.
Usaba ropa que lo estilizaba y se compró varios pares de zapatos con plataformas.
El hombre empezó a mirar a los demás desde arriba.
Los mensajes de los demás se llenaron de asombro y fascinación:
-¡Qué alto estás!
-¡Cómo has crecido!
-Envidio la altura que tienes...

El señor pasó del placer a la vanidad y de ésta a la soberbia sin solución de continuidad.
Ya no discutía con quien le decía que era alto. Más bien avalava su comentario e inventaba algún consejo sobre cómo crecer rápidamente.

Así pasó el tiempo, hasta que un día... Se cruzó con el enano. El señor vanidoso se apresuró a ponerse a su lado, imaginando anticipadamente sus comentarios. Se sentía más alto que nunca...
Pero, para su sorpresa, el enano permaneció en silencio.
El señor vanidoso carraspeó, pero el enano no pareció darse cuenta. Y aunque se estiró hasta casi desarticulase el cuello, el enano se mantuvo impasible.
Cuando ya no pudo más, le susurró:
-¿No te sorprende mi altura? ¿No me ves gigantesco?
El enano lo miró de arriba abajo. Lo volvió a mirar y, con escepticismo, dijo:
-Mire: desde mi altura todos son gigantes y, la verdad, es que desde aquí usted no me parece más gigante que los demás.
El señor vanidoso lo miró despectivamente y, como único comentario le gritó:
-¡Enano!

Volvió a su casa, corrió hacia el gran espejo de la sala y se puso delante de él...
No se vio tan alto como aquella mañana.
Se puso junto a las marcas de la pared.
Marcó con una tiza su altura y la marca... ¡se superpuso a todas las anteriores!
Tomó el metro y, temblorosamente, se midió, confirmando lo que ya sabía.

No había crecido ni un milímetro...
Nunca había crecido ni un milímetro...

Por primera vez en mucho tiempo, volvió a verse como uno más, una persona igual a todas las otras.
Volvió a sentirse de su altura: ni alto ni bajo.
¿Qué iba a hacer ahora cuando se encontrase con los demás?
Ahora él sabía que no era más alto que nadie.
El señor lloró.
Se metió en la cama y creyó que no iba a salir nunca más de casa.
Estaba muy avergonzado de su verdadera altura.
Miró por la ventana y vio a la gente de su barrio caminar frente a su casa... ¡Todos le parecían tan altos!
Asustado, volvió a correr para ponerse frente al espejo de la sala, esta vez para comprobar si no se había achicado.
No. Su altura parecía la de siempre...

Y entonces comprendió...
Cada uno ve a los demás mirándolos desde arriba o desde abajo.

Cada uno ve a los altos o a los bajos según su propia posición en el mundo,
según sus limitaciones,
según sus costumbres,
según su deseo,
según su necesidad...

El hombre sonrió y salió a la calle.
Se sentía tan liviano que casi flotaba por la acera.
El señor se encontró con cientos de personas que lo vieron gigante y otros que lo vieron insignificante, pero ninguno de ellos consiguió inquietarlo.
Ahora, él sabía que era uno más.
Uno más...
Como todos...

JORGE BUCAY.

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