La
primera vez que Ciro vio a la pantera, había llovido de una manera
terrible. A él le gustaba la lluvia, le había gustado siempre;
antes, cuando andaba por el mundo, por las calles del pueblo, porque
organizaba con sus compañeros gozosas pillerías acuáticas -hundir
los pies en los charcos claros y fríos; construir pequeños diques
en los que el agua se estancaba y terminaba escapándose, espumeante;
botar barquitos de papel que se deslizaban cabeceando, a veces con un
escarabajo a bordo, con un cigarrón...-; ahora, cuando todo era
quietud y olvido, porque parecía hablarle, orquestar una música
monocorde, o sencillamente porque armaba ruido, golpeaba,
gorgoriteaba, huía, murmullando, y se quedaba luego colgada de los
atanores, goteando, terca, una, dos, tres, muchas veces, muchas
gotas, que Ciro contaba hasta cansarse o adormecerse. La lluvia, de
día, era de cristal, transparente, como una esponja de no sé qué
que limpiara el aire y lo puliera; de noche, era de sueño, de otro
tiempo y otro lugar, mágica y secreta, capaz de abrillantar las
estrellas remotas. Pero la primera vez que Ciro vio a la pantera, la
lluvia le había despertado y asustado, gruñendo, alta, echando a
rodar sobre las nubes gruesos cascotes roquizos, que armaban un
alboroto infernal, disparando relampagazos de fuego, violentas
culebrinas violeras, que rasgaban el negror, lo rayaban,
deslumbrantes. Ciro, la espalda contra el almohadón, casi sentado,
como le obligaban a permanecer, había abierto los ojos a la
madrugada rebelde, y el
rebumbio de la tormenta y sus luminosidades repentinas le habían
erizado el vello y causado temor, hasta que la lluvia impuso su ley
apaciguante, cayendo con rabia primero, pausadamente después,
devolviendo, a la larga, el silencio. Por el balcón entreabierto,
Ciro veía un pedazo de cielo y el borroso esquinazo de la casa de
Sara, la mancha de su ventana amiga. En la baranda, se esponjaban las
macetas, parte de cuya tierra debía haberse venido al suelo, a
impulsos del tenaz chaparrón. Poco a poco, asomó la luna; había
estado oculta tras una nube de tinta que luego se fue desflecando,
deshilachando, velándola sólo como con una gasa en movimiento,
hasta optar por marcharse del todo, dejándola redonda y lisa, en
mitad de la gran pizarra nocturna. Ciro vio el bulto armonioso sobre
las losas grises de la ancha balconada, y pensó que era el gato de
Alberto, que acostumbraba a saltar, como un milagro, desde su
terraza, cazador de astutos gorriones, o desplazado a la
fuerza de alguna aventura amorosa con colegas más salvajes, no más
corpulentos; porque el de Alberto era un gato enorme, macizo, pero
pacífico, cachazudo y egoísta.
Ciro comprendió pronto que su visitante era otro; ocupaba demasiado
espacio, se desplazaba con mayor lentitud, relucía de diferente
modo. Era un gato, pero no era un gato. Ciro
tenía al alcance de la mano un libro que Alberto le había traído
dos días antes, El árbol del erizo, de Antonio
Gramsci; a él le daba pena de Antonio, encarcelado, lejos de su
mujer, Giulia, y de sus dos hijos,
Giuliano y Delio, al menor de los cuales ni siquiera llegaría a ver,
escribiéndoles cartas, narrándoles cuentos, intentando acercarse a
ellos, hasta que la muerte lo acabó. Recordaba una frase de una
carta a Delio, que le había hecho sonreír; ¨He
pensado que a lo mejor no conoces las lagartijas; se trata de una
especie de cocodrilos que se quedan siempre pequeñitos¨.
Ciro conocía bien las lagartijas, a las que había perseguido por
los muros con madreselvas del convento de las Agustinas, y había
visto más de una vez al gato de Alberto hacer lo propio, apresarlas
como un rayo. Por eso, cuando su visitante le
miró por vez primera, con unos ojos verdeantes que parecían tener
dentro candiles encendidos, por como fulgían, y él contempló a
placer su tersa piel brillosa, mojada por la lluvia, la larga cola
azotando lentamente los flancos, y supo que era una pantera, toda
como el carbón, como el cielo sin luna que tantas veces vislumbrara
desde su cama, se acordó de Antonio y de las lagartijas,
e intuyó que los gatos eran una especie de panteras que se quedaban
siempre pequeñitas. Así que cuando la suya, la de su balcón, tras
copiarse en sus ojos un rato, dio media vuelta y se fue, él no supo
cómo, porque estaba y no estaba ya, y el balcón no tenía su
sombra, sólo sus losas y sus macetas chorreantes, comprendió que
volvería, que su encuentro se repetiría, porque era noble la
pantera, y amenazante, aunque no infundía terror, sólo respeto, y
amistad, pues la había visto muchas veces sin verla hasta ahora,
majestuosa, señera, dueña de la madrugada.
A
Ciro, los ojos de la pantera le trajeron a la memoria los de Sara. La
mañana que los examinó de cerca, cuando ella le alzó en sus brazos
sin demasiado esfuerzo y le besó en la frente, esa mañana de un
veintidós de marzo que Ciro no iba a olvidar ya nunca, descubrió
que los ojos de Sara verdeaban sin ser verdes, sino plateados, con un
reflejo que debía provenir de las acacias próximas o de las hojas
de las bignonias que doña Tola, la madre de don Anselmo, el cura,
cuidaba con esmero en su jardincillo cerrado. Allí, a la puerta,
poco después de que don Anselmo saliera con su bufanda blanca
cubriéndole la boca, con su bufanda que ponía una ráfaga de
absurda alegría a su triste sotana cuando andaba bajo las acacias
del paseo camino de la iglesia, fue allí donde Sara se detuvo, y se
acercó despacio a Ciro, le acarició la cabeza, el cabello revuelto,
y alzándole luego con decidida ternura le besó en la frente, en
tanto él parpadeaba asombrado, pero feliz, sintiendo por dentro como
un pellizco, como si le hubiera prendido el corazón con una de esas
pinzas de madera con las que, en ocasiones, se apretaba la nariz,
para comprobar en el cronómetro de Alberto los segundos que
aguantaba sin respirar, la boca bien cerrada. Sara había advertido
cómo él la miraba, desde el balcón, y ella al principio le había
sonreído desde su ventana y le había saludado agitando el brazo, o
desde la misma acera, cuando se cruzaban, Ciro hacia el colegio, Sara
hacia la librería en donde trabajaba, en donde vendía a un Ciro
reverente cuadernos y algún lápiz y una goma de borrar que no quiso
cobrarle. Cuando don Saturio, el profesor, preguntó un día en
clase, sorprendiendo a todos, que era la belleza, qué creían ellos
que era o podía ser o la representaba, Ciro había pensado
inmediatamente en Sara, en Sara sonriendo desde su ventana, en Sara
caminando hacia la librería, en Sara dormida, cosa que no había
visto nunca pero con la que había soñado muchas noches, sin
explicarse por qué; pero no lo dijo, no mencionó su nombre,
consciente de que no le entenderían o de que se burlarían de él,
pequeñajo enamorado. Esa palabra, enamorado,
la
había oído con frecuencia referida a alguna pareja, a algunos
novios, y él la adoptó en seguida, porque era hermoso, a su edad,
estar enamorado de Sara, y que nadie lo supiese, callado como lo
tenía, guardado como lo llevaba; así que cuando ella, aquel
veintidós de marzo, le besó, Ciro comprendió que algo había
quedado sellado entre ellos, algo furtivo e íntimo, sellado para
siempre.
Pocas
semanas más tarde, le ocurrió aquello, aquel desvanecimiento,
aquella flojedad en las piernas, y todo se precipitó a partir de ese
instante, los análisis, las radiografías, todo se inmovilizó a
partir de ese instante, y él se encontró allí, en la cama, el
blando almohadón sosteniendo su espalda, las piernas casi inútiles,
los ahogos, los mareos, las fiebres pertinaces. Vinieron sus amigos,
mitad cohibidos, mitad descarados, atropellándose, riéndose a
destiempo, vinieron y se fueron, para no regresar; sólo Alberto
volvía, espaciada pero puntualmente, la última vez con el libro del
erizo y las manzanas, y Ciro le preguntaba por los otros, por el
curso, por el pueblo. Entraban y salían sus padres, aparentando buen
ánimo, solícitos, y él notaba que progresivamente se iba
habituando a la soledad, a ese dejar correr las horas en un grato
sopor, observando el cambiante color de muebles y paredes, del cielo
mismo, a medida que el sol salía o se ocultaba, o ganaban las nubes
la pelea al viento, y se quedaban paralizadas, de algodón oscuro,
encenizándolo todo, como un rebujo de pena sobre su balcón; o
descendía la noche, y
la luna era una hoz, un cuchillo, una pelota blanda y tiznada,
derramando su leche tibia sobre los geranios, sobre el cacharro de
latón donde aromaba la yerbabuena. Le hacían tragar cucharadas de
sabor amargo, le pinchaban aquí o allá, le vigilaban la
temperatura, y don Ivo, el médico, pasaba algún mediodía, entre
los labios el puro apagado sostenido quién sabe cómo mientras
parloteaba sin tregua. Y a él le daba igual, le daban igual,
obedecía y callaba, sonreía si le buscaban la sonrisa, comía sin
apetito, y en las madrugadas, cuando reinaba el silencio, pensaba en
él y en el mundo, en la calle, en sus últimos sueños, en Sergio,
si de pronto lloraba, en el hermanillo tardío al que apenas veía,
el sustituto, el heredero, el que se había colado una mañana en su
habitación, gateando, balbuceando, y se había quedado frente a él,
mirándole intensamente, como un animalillo avispado, hasta que su
madre se lo llevara bajo el brazo, reconviniéndole con mimo; y, cómo
no, pensaba en Sara, a quien no había vuelto a ver, aunque la
adivinaba tras su ventana, afanada, o dormida, o preocupada,
preguntándose acaso qué fue de su amigo, del niño, del hombre que
le contemplaba con tanto arrobo, y a quien ella besara un veintidós
de marzo, a la puerta de don Anselmo.
La
segunda vez que Ciro vio a la pantera, hacía calor, y en el balcón
se había abierto los dondiegos que su madre regara al atardecer; el
cielo de poniente se había llenado de vencejos que atronaban con su
algarabía la hora malva, y él notó por dentro una extraña paz, un
cansancio distinto, dulce y definitivo. Pensándolo estaba, cuando la
pantera apareció, de azabache lustroso, en el mismo lugar en que lo
hizo el día de la lluvia grande; distinguió sus ojos de lumbre, las
rojas fauces, el balanceo de la cola, la musculatura tensa bajo la
piel, las zarpas poderosas, y supo que la belleza podía ser también
una pantera negra, una pantera en un balcón en mitad de una noche
sosegada y caliente. Pero tenía que callarlo, tenía que callar a
Sara y a la pantera, a lo que era sólo suyo, porque si lo compartía,
si las compartía, dejarían de pertenecerle tan plenamente como
ahora. La llamó en voz baja, le hizo un gesto cordial con la mano,
chascó tenuemente los dedos, pero la pantera no avanzó, no hizo
nada por aproximarse a la cama desde la que Ciro la requería. Así
sucedió desde entonces. Porque, a partir de ese instante, la pantera
volvió casi cada noche, sin un rumor, azul de tan negra, tierna y
feroz, camarada muda a la que Ciro confiaba sus cavilaciones, a la
que sin despegar los labios revelaba sus cuitas, su creciente
debilidad, su plácido acabamiento. Si su madre llegaba hasta la
habitación, vigilante de su silencio, Ciro cerraba los ojos,
acompasaba el respirar, y sentía la mano delgada de ella acariciar
su frente sudorosa, resbalar por sus pómulos hasta la barbilla
afilada, en un gesto de amorosa impotencia; alguna vez pensó en lo
que hubiera dicho su madre de haber sorprendido a la pantera en el
balcón, el grito que hubiera dado, su angustiada congoja; pero él
estaba seguro de que la pantera intuía su presencia, o la olfateaba,
ese olor a limpio, a colonia suave, tan de ella, y se retiraba a
tiempo, un segundo antes de que rosara el picaporte, de que empujara
su puerta de cristales amarillos, y anduviera hasta su cama, pisando
con cuidado la alfombra para no despertarle, para no perturbar su
sueño que ella creía profundo.
La
última vez que Ciro vio a la pantera fue el día en que Sara entró
en su alcoba, vestida de rosa, como un hada. Su madre le había
preguntado quién era Sara, y él se turbó, porque
no sabía cómo ella sabía; al parecer, había repetido su nombre
mientras dormía, pero él negó conocerla. Sara, pese a todo, vino.
Tomó las manos de Ciro, que temblaban, y luego se acomodó a su
lado; y Ciro le habló durante mucho tiempo, le habló de ella y de
él y de la pantera, y le hizo jurar, los dedos índice y pulgar en
ccruz sobre los labios, que no revelaría sus confidencias. Sara
juró, y en prueba de su fidelidad, antes de despedirse, se quitó la
cadena que llevaba y de la que pendía un colmillo afilado, y la
colgó del cuello de Ciro. Él esperó impaciente a que llegara la
noche, porque tenía el presentimiento de que algo maravilloso iba a
acontecer. Y cuando la luna alumbró el balcón, y la pantera ocupó
su sitio de siempre, Ciro se incorporó como pudo y la llamó. Y la
pantera, por primera vez, traspasó la raya que separaba el mundo de
Ciro de su mundo de fuera, y espléndida y solemne fue con pausado
andar hacia la cama, y arrimó su cabeza hasta que las manos de Ciro
la alcanzaron, y se irguió, las zarpas sobre la colcha bordada, para
que Ciro acariciara su piel sedosa, su impávida negrura, mientras se
miraba en sus ojos abisales, en el incógnito verdor de sus pupilas
donde giraban las constelaciones.
CARLOS
MURCIANO.
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