viernes, 24 de abril de 2015

LA PANTERA EN EL BALCÓN.


La primera vez que Ciro vio a la pantera, había llovido de una manera terrible. A él le gustaba la lluvia, le había gustado siempre; antes, cuando andaba por el mundo, por las calles del pueblo, porque organizaba con sus compañeros gozosas pillerías acuáticas -hundir los pies en los charcos claros y fríos; construir pequeños diques en los que el agua se estancaba y terminaba escapándose, espumeante; botar barquitos de papel que se deslizaban cabeceando, a veces con un escarabajo a bordo, con un cigarrón...-; ahora, cuando todo era quietud y olvido, porque parecía hablarle, orquestar una música monocorde, o sencillamente porque armaba ruido, golpeaba, gorgoriteaba, huía, murmullando, y se quedaba luego colgada de los atanores, goteando, terca, una, dos, tres, muchas veces, muchas gotas, que Ciro contaba hasta cansarse o adormecerse. La lluvia, de día, era de cristal, transparente, como una esponja de no sé qué que limpiara el aire y lo puliera; de noche, era de sueño, de otro tiempo y otro lugar, mágica y secreta, capaz de abrillantar las estrellas remotas. Pero la primera vez que Ciro vio a la pantera, la lluvia le había despertado y asustado, gruñendo, alta, echando a rodar sobre las nubes gruesos cascotes roquizos, que armaban un alboroto infernal, disparando relampagazos de fuego, violentas culebrinas violeras, que rasgaban el negror, lo rayaban, deslumbrantes. Ciro, la espalda contra el almohadón, casi sentado, como le obligaban a permanecer, había abierto los ojos a la madrugada rebelde, y el rebumbio de la tormenta y sus luminosidades repentinas le habían erizado el vello y causado temor, hasta que la lluvia impuso su ley apaciguante, cayendo con rabia primero, pausadamente después, devolviendo, a la larga, el silencio. Por el balcón entreabierto, Ciro veía un pedazo de cielo y el borroso esquinazo de la casa de Sara, la mancha de su ventana amiga. En la baranda, se esponjaban las macetas, parte de cuya tierra debía haberse venido al suelo, a impulsos del tenaz chaparrón. Poco a poco, asomó la luna; había estado oculta tras una nube de tinta que luego se fue desflecando, deshilachando, velándola sólo como con una gasa en movimiento, hasta optar por marcharse del todo, dejándola redonda y lisa, en mitad de la gran pizarra nocturna. Ciro vio el bulto armonioso sobre las losas grises de la ancha balconada, y pensó que era el gato de Alberto, que acostumbraba a saltar, como un milagro, desde su terraza, cazador de astutos gorriones, o desplazado a la fuerza de alguna aventura amorosa con colegas más salvajes, no más corpulentos; porque el de Alberto era un gato enorme, macizo, pero pacífico, cachazudo y egoísta. Ciro comprendió pronto que su visitante era otro; ocupaba demasiado espacio, se desplazaba con mayor lentitud, relucía de diferente modo. Era un gato, pero no era un gato. Ciro tenía al alcance de la mano un libro que Alberto le había traído dos días antes, El árbol del erizo, de Antonio Gramsci; a él le daba pena de Antonio, encarcelado, lejos de su mujer, Giulia, y de sus dos hijos, Giuliano y Delio, al menor de los cuales ni siquiera llegaría a ver, escribiéndoles cartas, narrándoles cuentos, intentando acercarse a ellos, hasta que la muerte lo acabó. Recordaba una frase de una carta a Delio, que le había hecho sonreír; ¨He pensado que a lo mejor no conoces las lagartijas; se trata de una especie de cocodrilos que se quedan siempre pequeñitos¨. Ciro conocía bien las lagartijas, a las que había perseguido por los muros con madreselvas del convento de las Agustinas, y había visto más de una vez al gato de Alberto hacer lo propio, apresarlas como un rayo. Por eso, cuando su visitante le miró por vez primera, con unos ojos verdeantes que parecían tener dentro candiles encendidos, por como fulgían, y él contempló a placer su tersa piel brillosa, mojada por la lluvia, la larga cola azotando lentamente los flancos, y supo que era una pantera, toda como el carbón, como el cielo sin luna que tantas veces vislumbrara desde su cama, se acordó de Antonio y de las lagartijas, e intuyó que los gatos eran una especie de panteras que se quedaban siempre pequeñitas. Así que cuando la suya, la de su balcón, tras copiarse en sus ojos un rato, dio media vuelta y se fue, él no supo cómo, porque estaba y no estaba ya, y el balcón no tenía su sombra, sólo sus losas y sus macetas chorreantes, comprendió que volvería, que su encuentro se repetiría, porque era noble la pantera, y amenazante, aunque no infundía terror, sólo respeto, y amistad, pues la había visto muchas veces sin verla hasta ahora, majestuosa, señera, dueña de la madrugada.
A Ciro, los ojos de la pantera le trajeron a la memoria los de Sara. La mañana que los examinó de cerca, cuando ella le alzó en sus brazos sin demasiado esfuerzo y le besó en la frente, esa mañana de un veintidós de marzo que Ciro no iba a olvidar ya nunca, descubrió que los ojos de Sara verdeaban sin ser verdes, sino plateados, con un reflejo que debía provenir de las acacias próximas o de las hojas de las bignonias que doña Tola, la madre de don Anselmo, el cura, cuidaba con esmero en su jardincillo cerrado. Allí, a la puerta, poco después de que don Anselmo saliera con su bufanda blanca cubriéndole la boca, con su bufanda que ponía una ráfaga de absurda alegría a su triste sotana cuando andaba bajo las acacias del paseo camino de la iglesia, fue allí donde Sara se detuvo, y se acercó despacio a Ciro, le acarició la cabeza, el cabello revuelto, y alzándole luego con decidida ternura le besó en la frente, en tanto él parpadeaba asombrado, pero feliz, sintiendo por dentro como un pellizco, como si le hubiera prendido el corazón con una de esas pinzas de madera con las que, en ocasiones, se apretaba la nariz, para comprobar en el cronómetro de Alberto los segundos que aguantaba sin respirar, la boca bien cerrada. Sara había advertido cómo él la miraba, desde el balcón, y ella al principio le había sonreído desde su ventana y le había saludado agitando el brazo, o desde la misma acera, cuando se cruzaban, Ciro hacia el colegio, Sara hacia la librería en donde trabajaba, en donde vendía a un Ciro reverente cuadernos y algún lápiz y una goma de borrar que no quiso cobrarle. Cuando don Saturio, el profesor, preguntó un día en clase, sorprendiendo a todos, que era la belleza, qué creían ellos que era o podía ser o la representaba, Ciro había pensado inmediatamente en Sara, en Sara sonriendo desde su ventana, en Sara caminando hacia la librería, en Sara dormida, cosa que no había visto nunca pero con la que había soñado muchas noches, sin explicarse por qué; pero no lo dijo, no mencionó su nombre, consciente de que no le entenderían o de que se burlarían de él, pequeñajo enamorado. Esa palabra, enamorado, la había oído con frecuencia referida a alguna pareja, a algunos novios, y él la adoptó en seguida, porque era hermoso, a su edad, estar enamorado de Sara, y que nadie lo supiese, callado como lo tenía, guardado como lo llevaba; así que cuando ella, aquel veintidós de marzo, le besó, Ciro comprendió que algo había quedado sellado entre ellos, algo furtivo e íntimo, sellado para siempre.
Pocas semanas más tarde, le ocurrió aquello, aquel desvanecimiento, aquella flojedad en las piernas, y todo se precipitó a partir de ese instante, los análisis, las radiografías, todo se inmovilizó a partir de ese instante, y él se encontró allí, en la cama, el blando almohadón sosteniendo su espalda, las piernas casi inútiles, los ahogos, los mareos, las fiebres pertinaces. Vinieron sus amigos, mitad cohibidos, mitad descarados, atropellándose, riéndose a destiempo, vinieron y se fueron, para no regresar; sólo Alberto volvía, espaciada pero puntualmente, la última vez con el libro del erizo y las manzanas, y Ciro le preguntaba por los otros, por el curso, por el pueblo. Entraban y salían sus padres, aparentando buen ánimo, solícitos, y él notaba que progresivamente se iba habituando a la soledad, a ese dejar correr las horas en un grato sopor, observando el cambiante color de muebles y paredes, del cielo mismo, a medida que el sol salía o se ocultaba, o ganaban las nubes la pelea al viento, y se quedaban paralizadas, de algodón oscuro, encenizándolo todo, como un rebujo de pena sobre su balcón; o descendía la noche, y la luna era una hoz, un cuchillo, una pelota blanda y tiznada, derramando su leche tibia sobre los geranios, sobre el cacharro de latón donde aromaba la yerbabuena. Le hacían tragar cucharadas de sabor amargo, le pinchaban aquí o allá, le vigilaban la temperatura, y don Ivo, el médico, pasaba algún mediodía, entre los labios el puro apagado sostenido quién sabe cómo mientras parloteaba sin tregua. Y a él le daba igual, le daban igual, obedecía y callaba, sonreía si le buscaban la sonrisa, comía sin apetito, y en las madrugadas, cuando reinaba el silencio, pensaba en él y en el mundo, en la calle, en sus últimos sueños, en Sergio, si de pronto lloraba, en el hermanillo tardío al que apenas veía, el sustituto, el heredero, el que se había colado una mañana en su habitación, gateando, balbuceando, y se había quedado frente a él, mirándole intensamente, como un animalillo avispado, hasta que su madre se lo llevara bajo el brazo, reconviniéndole con mimo; y, cómo no, pensaba en Sara, a quien no había vuelto a ver, aunque la adivinaba tras su ventana, afanada, o dormida, o preocupada, preguntándose acaso qué fue de su amigo, del niño, del hombre que le contemplaba con tanto arrobo, y a quien ella besara un veintidós de marzo, a la puerta de don Anselmo.
La segunda vez que Ciro vio a la pantera, hacía calor, y en el balcón se había abierto los dondiegos que su madre regara al atardecer; el cielo de poniente se había llenado de vencejos que atronaban con su algarabía la hora malva, y él notó por dentro una extraña paz, un cansancio distinto, dulce y definitivo. Pensándolo estaba, cuando la pantera apareció, de azabache lustroso, en el mismo lugar en que lo hizo el día de la lluvia grande; distinguió sus ojos de lumbre, las rojas fauces, el balanceo de la cola, la musculatura tensa bajo la piel, las zarpas poderosas, y supo que la belleza podía ser también una pantera negra, una pantera en un balcón en mitad de una noche sosegada y caliente. Pero tenía que callarlo, tenía que callar a Sara y a la pantera, a lo que era sólo suyo, porque si lo compartía, si las compartía, dejarían de pertenecerle tan plenamente como ahora. La llamó en voz baja, le hizo un gesto cordial con la mano, chascó tenuemente los dedos, pero la pantera no avanzó, no hizo nada por aproximarse a la cama desde la que Ciro la requería. Así sucedió desde entonces. Porque, a partir de ese instante, la pantera volvió casi cada noche, sin un rumor, azul de tan negra, tierna y feroz, camarada muda a la que Ciro confiaba sus cavilaciones, a la que sin despegar los labios revelaba sus cuitas, su creciente debilidad, su plácido acabamiento. Si su madre llegaba hasta la habitación, vigilante de su silencio, Ciro cerraba los ojos, acompasaba el respirar, y sentía la mano delgada de ella acariciar su frente sudorosa, resbalar por sus pómulos hasta la barbilla afilada, en un gesto de amorosa impotencia; alguna vez pensó en lo que hubiera dicho su madre de haber sorprendido a la pantera en el balcón, el grito que hubiera dado, su angustiada congoja; pero él estaba seguro de que la pantera intuía su presencia, o la olfateaba, ese olor a limpio, a colonia suave, tan de ella, y se retiraba a tiempo, un segundo antes de que rosara el picaporte, de que empujara su puerta de cristales amarillos, y anduviera hasta su cama, pisando con cuidado la alfombra para no despertarle, para no perturbar su sueño que ella creía profundo.
La última vez que Ciro vio a la pantera fue el día en que Sara entró en su alcoba, vestida de rosa, como un hada. Su madre le había preguntado quién era Sara, y él se turbó, porque no sabía cómo ella sabía; al parecer, había repetido su nombre mientras dormía, pero él negó conocerla. Sara, pese a todo, vino. Tomó las manos de Ciro, que temblaban, y luego se acomodó a su lado; y Ciro le habló durante mucho tiempo, le habló de ella y de él y de la pantera, y le hizo jurar, los dedos índice y pulgar en ccruz sobre los labios, que no revelaría sus confidencias. Sara juró, y en prueba de su fidelidad, antes de despedirse, se quitó la cadena que llevaba y de la que pendía un colmillo afilado, y la colgó del cuello de Ciro. Él esperó impaciente a que llegara la noche, porque tenía el presentimiento de que algo maravilloso iba a acontecer. Y cuando la luna alumbró el balcón, y la pantera ocupó su sitio de siempre, Ciro se incorporó como pudo y la llamó. Y la pantera, por primera vez, traspasó la raya que separaba el mundo de Ciro de su mundo de fuera, y espléndida y solemne fue con pausado andar hacia la cama, y arrimó su cabeza hasta que las manos de Ciro la alcanzaron, y se irguió, las zarpas sobre la colcha bordada, para que Ciro acariciara su piel sedosa, su impávida negrura, mientras se miraba en sus ojos abisales, en el incógnito verdor de sus pupilas donde giraban las constelaciones.

CARLOS MURCIANO.

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