¨Yo
entré en la casa sin puerta.
Había
una sola cama.
Yo
entré en la cama vacía,
deshabitada.
Soplaba
el viento del río
contra
la cama¨
RAFAEL
ALBERTI
Frenó
con suavidad, y el coche se detuvo, obediente, paralelo a la cancela
herrumbrosa. Se había echado a la carretera con la cencela aquella
entre los ojos, tirando de él, obsesiva. Y ahora la tenía allí, a
su alcance. Extrajo la llave grande, negra y la introdujo en la
cerradura; aguantó el mecanismo mohoso, cejó al fin, y se abrió
chirriando. Lo que fuera senderillo de arena, césped jugoso, jardín
ameno, era ahora una ruina que recubría el alhumajo; resistían,
verdeando, los pinos, y aún rojeaba la adelfa; pero la acacia
mortalecía, y los largos brazos del sauce resbalaban secos; en su
rincón, la higuera silvestre se había robustecido, y sus ramas
rozaban ya el empinado muro de cemento coronado de vidrios agudos.
Caminó
hacia la casa, y oyó el rumor del viento desperezándose,
levantándose; entonces golpeó por vez primera la ventana, y su eco
resonó por las habitaciones, como un quejido. Tomó el llavín entre
los dedos temblorosos. Pero la puerta no estaba. Era
como si la casa abriese la boca, respirando anhelante; como si
quisiera decirle algo, y sólo balbuciese la sílaba de la ventana
que, terca, golpeaba y retumbaba, asustante.
Cruzó el umbral, y anduvo hasta la sala; vio el sofá violeta, el
cojín agujereado, la lámpara oscilando, la cortina hecha jirones; y
en la esquina, junto a la balconada, la mecedora balanceándose, y
ella allí, anciana y sola, las agujas silentes
entre las manos, bien recogido el moño gris, la toquilla sobre los
hombros friolentos. La estuvo mirando mucho rato, al contraluz del
mediodía, el perfil noble, los labios finos, la mirada azulosa, los
dedos delgados moviéndose, hábiles, la lana tejida cayendo hasta el
suelo polvoso;
la estuvo sintiendo otra vez, como la sangre por las venas, la estuvo
queriendo otra vez, de una manera diferente y sucesiva, tierna y
desconsoladora, hasta que la mecedora se detuvo y su figura fue
desapareciendo, desvaneciéndose en el fugaz hilo de sol que por un
momento alumbró la estancia penumbrosa, los ladrillos gastados, el
aire quieto.
Buscó
después, pasillo adelante, la otra habitación. La puerta permanecía
entreabierta, la luz encendida. No entró. Contempló desde allí al
niño, afanado con un trenecillo murmulleante, a un lado, inmóvil,
la pelota roja, al otro, girando, la brillante peonza metálica. Los
muelles del sillón habían saltado, y colgaban sus tirabuzones
oscuros hasta tocar la alfombra descolorida. Grandes telarañas
entrelazaban los visillos como gasas marchitas, y se veían subir y
bajar por ellas los blancos cuerpecillos repugnantes, envolver a las
polillas presas, sorber sus corazones de madera. Ahora el niño
miraba en su dirección, y
pudo distinguir los botones negros de sus ojos, y aun en el fondo de
ellos un espacio luminoso y distinto, una playa con el mar manseando,
olas y risas, sombrillas, carreras, cometas, veleros, sol alto. Tuvo
sus brazos de nuevo alrededor del cuello, su pequeña alegría
enredosa. Y la luz se apagó, y no hubo niño ni juguetes, sí un
tren que crecía y silbaba, madrugada adelante, imponiendo distancia,
ensayando el olvido, borrando, como de una gran pizarra, números,
letras, palabras sencillas, tiempo.
Oyó
la ventana batir, insistente, y subió la escalera, comprobando cómo
crujía a su pisada, cómo se quejaba o le recibía, a su modo. Allí
estaba la alcoba, la sola cama en el centro, deshabitada, vacía;
allí la ventana rebelde. La vio sentada frente al tocador,
cepillando su larga melena, doblada en el espejo, ya claro, ya turbio
como agua musgosa; contempló su nuca y, al par, sus ojos tibios; el
fino camisón trasparecía el cuerpo esbelto, y volvió a saberlo
suyo, dócil y entregado, acostumbrado y sereno, Se sentó en el
borde de la cama, mientras seguía mirándola, ajena y confiada,
dueña de su ámbito, hermoseando el instante, que se prolongaba, o
que se había detenido, como el dorado reloj de pared, fijas las
manecillas en una hora cualquiera, en esa hora exacta, plena ya para
siempre. Acarició la almohada, y adviritió en sus dedos una pelusa
cenicienta, un pálpito vegetal y sutilísimo que le comunicaba la
verdad de su sinrazón, el
signo de la ausencia. Porque el cuerpo entrevisto ya no estaba, y el
espejo se había ahondado, como un pozo.
La ventana cedió, y el viento del río sopló contra la cama,
traspasándole su humedad, su olor propio. Se alzó y encajó el
pestillo, la hoja batiente, cuyo cristal permanecía milagrosamente
intacto, y todo se tornó más íntimo y recogido, en tanto se abría
el armario y descubría, entre la escasa ropa abandonada, las hileras
de hormigas, que se atropellaban, presurosas, incansables, viniendo
del otro costado de la tristeza, yendo hacia la otra orilla del
desamparo.
Una
mano de nadie repiqueteó en el cristal, y supo que era la lluvia
anunciándose, desplomándose de repente contra la casa y contra las
cosas, calándole, quebrándole la hebra de recordar y haciéndole
bajar la escalera, vuelto en sí, urgido y recobrado. Un pájaro
desvalido voló por el recibidor, un ala casi rota, ciego de
angustia, hasta que enfiló el hueco de la puerta y regresó a la
lluvia y al viento. Pero él comprendió que le condenaban a revolar
eternamente por aquellas estancias de otra edad, que la puerta
inexistente, a través de la que veía el senderillo, la cancela, el
coche salvador, no iba a poder atravesarla ya nunca, porque acababa
de cerrarse, acababa de cerrarse con estruendo, de cerrarse con
furia, y él se había quedado dentro, perdido, acosado, rota el ala
que le conectaba con el mundo, ciego de desesperanza.
Se
acercó a una silla y se dejó caer, y hundió el rostro entre las
manos, y así permaneció hasta que el ruido del agua amainó y una
claror difusa se derramó sobre los suelos y los muebles, se prendió
en las persianas desvencijadas, en los percheros tronchados, en los
cuadros roídos por el relente. Salió lentamente, las manos por
delante, tanteando, temiendo tropezar; pero no halló sino el hueco
propicio, el
boquete de su desventura, la escotadura de su soledad,
y se encontró nuevamente en el jardín, ahora chorreante, lavado y
terso. Avanzó, cerró tras de sí la cancela, se acomodó en el
coche y lo puso en marcha. Sólo
entonces se atrevió a mirar por última vez la casa sin puerta, la
casa sin nadie, y vio cómo la ventana se abría, esclava de su
aletazo, y dibujaba a contra corazón las tres sombras, reunidas y
tenues. Y movió los mandos, y se dejó llevar por la máquina que le
devolvía a vivir, carne ya de memoria inexorable.
CARLOS
MURCIANO.
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