viernes, 10 de abril de 2015

LA CASA SIN PUERTA.


¨Yo entré en la casa sin puerta.
Había una sola cama.
Yo entré en la cama vacía,
deshabitada.
Soplaba el viento del río
contra la cama¨

 RAFAEL ALBERTI

 
Frenó con suavidad, y el coche se detuvo, obediente, paralelo a la cancela herrumbrosa. Se había echado a la carretera con la cencela aquella entre los ojos, tirando de él, obsesiva. Y ahora la tenía allí, a su alcance. Extrajo la llave grande, negra y la introdujo en la cerradura; aguantó el mecanismo mohoso, cejó al fin, y se abrió chirriando. Lo que fuera senderillo de arena, césped jugoso, jardín ameno, era ahora una ruina que recubría el alhumajo; resistían, verdeando, los pinos, y aún rojeaba la adelfa; pero la acacia mortalecía, y los largos brazos del sauce resbalaban secos; en su rincón, la higuera silvestre se había robustecido, y sus ramas rozaban ya el empinado muro de cemento coronado de vidrios agudos.
Caminó hacia la casa, y oyó el rumor del viento desperezándose, levantándose; entonces golpeó por vez primera la ventana, y su eco resonó por las habitaciones, como un quejido. Tomó el llavín entre los dedos temblorosos. Pero la puerta no estaba. Era como si la casa abriese la boca, respirando anhelante; como si quisiera decirle algo, y sólo balbuciese la sílaba de la ventana que, terca, golpeaba y retumbaba, asustante. Cruzó el umbral, y anduvo hasta la sala; vio el sofá violeta, el cojín agujereado, la lámpara oscilando, la cortina hecha jirones; y en la esquina, junto a la balconada, la mecedora balanceándose, y ella allí, anciana y sola, las agujas silentes entre las manos, bien recogido el moño gris, la toquilla sobre los hombros friolentos. La estuvo mirando mucho rato, al contraluz del mediodía, el perfil noble, los labios finos, la mirada azulosa, los dedos delgados moviéndose, hábiles, la lana tejida cayendo hasta el suelo polvoso; la estuvo sintiendo otra vez, como la sangre por las venas, la estuvo queriendo otra vez, de una manera diferente y sucesiva, tierna y desconsoladora, hasta que la mecedora se detuvo y su figura fue desapareciendo, desvaneciéndose en el fugaz hilo de sol que por un momento alumbró la estancia penumbrosa, los ladrillos gastados, el aire quieto.
Buscó después, pasillo adelante, la otra habitación. La puerta permanecía entreabierta, la luz encendida. No entró. Contempló desde allí al niño, afanado con un trenecillo murmulleante, a un lado, inmóvil, la pelota roja, al otro, girando, la brillante peonza metálica. Los muelles del sillón habían saltado, y colgaban sus tirabuzones oscuros hasta tocar la alfombra descolorida. Grandes telarañas entrelazaban los visillos como gasas marchitas, y se veían subir y bajar por ellas los blancos cuerpecillos repugnantes, envolver a las polillas presas, sorber sus corazones de madera. Ahora el niño miraba en su dirección, y pudo distinguir los botones negros de sus ojos, y aun en el fondo de ellos un espacio luminoso y distinto, una playa con el mar manseando, olas y risas, sombrillas, carreras, cometas, veleros, sol alto. Tuvo sus brazos de nuevo alrededor del cuello, su pequeña alegría enredosa. Y la luz se apagó, y no hubo niño ni juguetes, sí un tren que crecía y silbaba, madrugada adelante, imponiendo distancia, ensayando el olvido, borrando, como de una gran pizarra, números, letras, palabras sencillas, tiempo.
Oyó la ventana batir, insistente, y subió la escalera, comprobando cómo crujía a su pisada, cómo se quejaba o le recibía, a su modo. Allí estaba la alcoba, la sola cama en el centro, deshabitada, vacía; allí la ventana rebelde. La vio sentada frente al tocador, cepillando su larga melena, doblada en el espejo, ya claro, ya turbio como agua musgosa; contempló su nuca y, al par, sus ojos tibios; el fino camisón trasparecía el cuerpo esbelto, y volvió a saberlo suyo, dócil y entregado, acostumbrado y sereno, Se sentó en el borde de la cama, mientras seguía mirándola, ajena y confiada, dueña de su ámbito, hermoseando el instante, que se prolongaba, o que se había detenido, como el dorado reloj de pared, fijas las manecillas en una hora cualquiera, en esa hora exacta, plena ya para siempre. Acarició la almohada, y adviritió en sus dedos una pelusa cenicienta, un pálpito vegetal y sutilísimo que le comunicaba la verdad de su sinrazón, el signo de la ausencia. Porque el cuerpo entrevisto ya no estaba, y el espejo se había ahondado, como un pozo. La ventana cedió, y el viento del río sopló contra la cama, traspasándole su humedad, su olor propio. Se alzó y encajó el pestillo, la hoja batiente, cuyo cristal permanecía milagrosamente intacto, y todo se tornó más íntimo y recogido, en tanto se abría el armario y descubría, entre la escasa ropa abandonada, las hileras de hormigas, que se atropellaban, presurosas, incansables, viniendo del otro costado de la tristeza, yendo hacia la otra orilla del desamparo.
Una mano de nadie repiqueteó en el cristal, y supo que era la lluvia anunciándose, desplomándose de repente contra la casa y contra las cosas, calándole, quebrándole la hebra de recordar y haciéndole bajar la escalera, vuelto en sí, urgido y recobrado. Un pájaro desvalido voló por el recibidor, un ala casi rota, ciego de angustia, hasta que enfiló el hueco de la puerta y regresó a la lluvia y al viento. Pero él comprendió que le condenaban a revolar eternamente por aquellas estancias de otra edad, que la puerta inexistente, a través de la que veía el senderillo, la cancela, el coche salvador, no iba a poder atravesarla ya nunca, porque acababa de cerrarse, acababa de cerrarse con estruendo, de cerrarse con furia, y él se había quedado dentro, perdido, acosado, rota el ala que le conectaba con el mundo, ciego de desesperanza.
Se acercó a una silla y se dejó caer, y hundió el rostro entre las manos, y así permaneció hasta que el ruido del agua amainó y una claror difusa se derramó sobre los suelos y los muebles, se prendió en las persianas desvencijadas, en los percheros tronchados, en los cuadros roídos por el relente. Salió lentamente, las manos por delante, tanteando, temiendo tropezar; pero no halló sino el hueco propicio, el boquete de su desventura, la escotadura de su soledad, y se encontró nuevamente en el jardín, ahora chorreante, lavado y terso. Avanzó, cerró tras de sí la cancela, se acomodó en el coche y lo puso en marcha. Sólo entonces se atrevió a mirar por última vez la casa sin puerta, la casa sin nadie, y vio cómo la ventana se abría, esclava de su aletazo, y dibujaba a contra corazón las tres sombras, reunidas y tenues. Y movió los mandos, y se dejó llevar por la máquina que le devolvía a vivir, carne ya de memoria inexorable.

CARLOS MURCIANO.

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