Ya,
Platero, va ungido y hablando con miel. Pero la que, en realidad, es
siempre angélica, es su burra, la señora.
Creo
que lo viste un día en su huerta, calzones de marinero, sombrero
ancho, tirando palabrotas y guijarros a los chiquillos que le robaban
las naranjas. Mil veces has mirado, los viernes, al pobre Baltasar,
su casero, arrastrando por los caminos la quebradura, que parece el
globo del circo, hasta el pueblo, para vender sus míseras escobas o
para rezar con los pobres por los muertos de los ricos...
Nunca
oí hablar más mal a un hombre ni remover con sus juramentos más
alto el cielo. Es verdad que él sabe, sin duda, o al menos así lo
dice en su misa de las cinco, dónde y cómo está allí cada cosa...
El árbol, el terrón, el agua, el viento, la candela, todo esto tan
gracioso, tan blando, tan fresco, tan puro, tan vivo, parece que son
para él ejemplo de desorden, de dureza, de frialdad, de violencia,
de ruina. Cada día, las piedras todas del huerto reposan la noche en
otro sitio, disparadas, en furiosa hostilidad, contra pájaros y
lavanderas, niños y flores.
A
la oración, se trueca todo. El silencio de don José se oye en el
silencio del campo. Se pone sonata, manteo y sombrero de teja, y casi
sin mirada entra en el pueblo oscuro, sobre su burra lenta, como
Jesús en la muerte...
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ
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