TRES
Aquel
día las mujeres volvieron atrás en el tiempo y recordaron las
habilidades y conocimientos que les habían enseñado desde su más
tierna infancia.
Comenzaron
por hacer raquetas para andar sobre la nieve. Por
lo general la madera de abedul se recogía a finales de primavera y
principios de verano, pero ahora tendrían que arreglárselas con
abedules jóvenes. Naturalmente,
carecían de las herramientas necesarias, pero
con las que tenían consiguieron partir las maderas en cuatro varas,
que después hirvieron en grandes vasijas de abedul. Cuando la madera
se hubo ablandado, las mujeres doblaron las varas y ataron los dos
extremos. Una vez hecho esto, se esforzaron en taladrar numerosos
agujeritos a ambos lados con
sus pequeñas leznas de coser puntiaguadas. Fue un
trabajo duro pero, a pesar del dolor en los dedos, las mujeres
continuaron hasta que finalizaron la tarea. Antes
habían puesto el babiche a remojo y ahora, ya ablandado, lo cortaron
en finas tiras y lo entretejieron sobre las raquetas. Mientras el
babiche se endurecía con la ayuda del calor del fuego, las mujeres
prepararon las ataduras de piel para las raquetas.
Al
terminar sonrieron, rebosantes de orgullo. Luego, con sus
rudimentarias pero útiles raquetas, caminaron sobre la nieve hasta
las trampas para inspeccionarlas, y su alegría fue aún mayor al
encontrar un conejo atrapado en una de ellas. El hecho de que sólo
unos días antes el Pueblo hubiera intentado infructuosamente cazar
conejos en la zona, les hizo sentir una fe casi supersticiosa en su
buena suerte. Volvieron al campamento contentas por lo que habían
conseguido.
Aquella
noche las ancianas hicieron planes. Estuvieron de acuerdo en que no
podían quedarse en el campamento de otoño, donde habían sido
abandonadas, ya que no había animales suficientes para sobrevivir
durante el largo invierno. También temían ser descubiertas por
algún enemigo. Otro grupos nómadas viajaban, incluso en el duro
invierno, y las mujeres no querían exponerse a un peligro como ése.
Incluso empezaban a temer a su propia gente porque ya no confiaban en
ellos. Así que decidieron marcharse ante el miedo de que la gente
cometira actos atroces para sobrevivir el duro invierno; recordaban
historias prohibidas, transmitidas de generación en generación,
sobre aquellos que se habían convertido en caníbales para no morir.
Sentadas en el refugio, pensaban donde podían ir. De repente
Ch´idzgyaak exclamó:
-¡Conozco
un sitio!
-¿Dónde?
- preguntó Sa´excitada.
-¿Recuerdas
el lugar donde pescábamos hace mucho tiempo? Aquel arroyo donde
había tantos peces que tuvimos que buscar escondrijos especiales
para que se secasen.
La
mujer más joven buscó en su memoria durante un momento y un vago
recuerdo del lugar le vino a la mente.
-Sí,
ya lo recuerdo. Pero ¿por qué nunca volvimos? -preguntó.
Ch´idzgyaak
se encogió de hombros. Tampoco ella lo sabía:
-A
lo mejor el Pueblo olvidó que existía -aventuró.
Fuera
cual fuera la razón, las dos mujeres decidieron que era un buen
lugar a donde ir y, puesto que estaba muy lejos, debían emprender el
viaje enseguida. Las dos deseaban alejarse lo antes posible de aquel
lugar lleno de malos recuerdos.
A
la mañana siguiente recogieron sus pertenencias. Las pieles de
caribú tenían muchos usos, y aquel día sirvieron como trineos de
tiro. Quitaron las dos pieles de su marco de madera y las extendieron
sobre la nieve con el pelaje hacia abajo. Colocaron ordenadamente sus
posesiones encima de las pieles y con largas tiras de babiche las
ataron con fuerza. Delante de cada trineo sujetaron unas largas
cuerdas de cuero de piel de alce trenzadas y se
las ataron alrededor de la cintura. Con
las pieles de caribú que se deslizaban con suavidad, y con las
raquetas que facilitaban el trayecto, las mujeres emprendieron el
largo viaje.
La
temperatura había bajado y el aire frío les quemaba los ojos. Una y
otra vez tenían que calentarse el rostro con las manos desnudas, y
enjuagarse continuamente las lágrimas de los ojos irritados. Pero
las pieles que las cubrían mantuvieron sus cuerpos calientes a pesar
del intenso frío.
Las
mujeres caminaron hasta muy entrada la noche. Aunque no avanzaron
mucho, estaban exhaustas y se sentían como si hubieran estado
caminando una eternidad. Decidieron acampar, así que cavaron
profundas fosas en la nieve y las llenaron con ramas de abeto. Luego
encendieron una pequeña hoguera, volvieron a hervir la carne de
ardilla y bebieron el caldo. Estaban tan agotadas que se quedaron
dormidas enseguida. Esa noche ni gimotearon ni se movieron, sino que
durmieron silenciosa y profundamente.
La
mañana llegó y las dos mujeres se despertaron al intenso frío bajo
la bóveda estrellada del cielo. Pero cuando
intentaron salir de las fosas, sus cuerpos se negaron a moverse. Se
miraron mutuamente a los ojos y comprendieron que habían forzado sus
cuerpos más allá de lo que les permitía su resistencia.
Por fin, la más joven y decidida, Sa´, consiguió salir. Pero el
dolor era tan intenso que soltó un profundo quejido. Ch´idzigyyak,
segura de que le iba a pasar lo mismo, se quedó quieta un rato,
intentando reunir el valor suficiente para aguantar el dolor.
Al fin, dolorosa y lentamente, también ella salió de la fosa de
nieve, y las dos se pusieron a caminar renqueando por el campamento
para aflojar los miembros rígidos. Después de masticar la carne de
ardilla que quedaba, emprendieron de nuevo su viaje, arrastrando
despacio los cargados trineos.
Siempre
recordarían aquel día como el más largo y el más duro de su nueva
vida. Caminaban a duras penas, aturdidas, desplomándose a menudo en
la nieve por el agotamiento y la avanzada edad. A pesar de todo
siguieron adelante, casi desesperadas, conscientes de que cada paso
les acercaba más a su meta.
La
lejana luz del sol que aparecía momentáneamente cada día se asomó
vagamente entre la niebla helada que flotaba en el aire. De vez en
cuando se vislumbraban retazos de cielo azul, pero la mayor parte del
tiempo lo único que veían las mujeres era su propio aliento glacial
arremolinándose frente a ellas. Debían evitar
que sus pulmones se helaran, así que procuraban limitar sus
esfuerzos, y si eso no era posible se cubrían la cara para
protegerse del aire frío. Eso
les causaba otras molestias irritantes como
la escarcha acumulada donde las protecciones rozaban sus caras.
Sin embargo, las mujeres hacían caso omiso de esas incomodidades,
poca cosa en
comparación con el dolor de los miembros, la rigidez de las
articulaciones y los pies hinchados.
A veces hasta sus pesados trineos parecían cumplir un propósito al
evitar que las ancianas cayeran de bruces mientras los arrastraban
con las cuerdas atadas al pecho.
A
medida que las pocas horas de luz huían, sus ojos se adaptaban a la
oscuridad que empezaba a envolverlas. Pero sabían que la noche aún
no había llegado y debían seguir caminando. Cuando fue la hora de
acampar, las mujeres se hallaban junto a un gran lago. Al ver el
contorno de los árboles en la orilla creyeron más sensato hacer su
campamento en el bosque. Pero estaban tan agotadas que no fueron
capaces de seguir. Volvieron a cavar una profunda fosa en la nieve y
después de acomodarse y taparse con las pieles, se durmieron
enseguida. Las pieles y las gruesas vestiduras
retenían el calor de sus cuerpos y las protegían del frío aire. La
fosa de nieve era tan caliente como cualquier refugio sobre el suelo,
así que las mujeres durmieron indiferentes a las
bajas temperaturas que obligaban hasta a los animales más feroces
del norte a buscar refugio.
Por
la mañana, Sa´fue la primera en despertarse. El descanso y el frío
habían despejado su cabeza considerablemente. Con una mueca asomó
la cabeza por el agujero para echar un vistazo. Vio el perfil de los
árboles a lo largo de la orilla y recordó que no habían podido
cruzar al otro extremo del lago por el cansancio.
Se
levantó con cuidado, pues no quería perturbar el sueño de su amiga
y además cualquier movimiento brusco inmovilizaría su maltrecho
cuerpo. Una sonrisa se dibujó en sus labios al pensar en que sólo
unos días antes ella y su amiga se quejaban enérgica e
insistentemente y en los bastones con que se ayudaban y que habían
quedados olvidados en el campamento el día anterior. Mientras se
estiraba perezosamente en el aire helado, tomó nota en su memoria de
todo aquello para recordárselo a su amiga en el momento oportuno. Se
reirían de los años en que habían utilizado aquellos bastones para
caminar puesto que ahora, de una forma u otra, habían conseguido
desplazarse durante kilómetros sin ellos. Sa´se puso las raquetas y
empezó a andar para desentumecer sus articulaciones doloridas.
Desde
la fosa de nieve, Ch´idzigyaak levantó la vista hacia su compañera
más ágil que lentamente daba vueltas alrededor del refugio. Ella
todavía se sentía cansada y desdichada, pero sabía que tenía que
hacer lo que pudiera para mantenerse al lado de Sa´ en los momentos
duros. Había vivido el tiempo suficiente como para saber que si ella
se rendía, Sa´ también lo haría. Así que intentó moverse, pero
el dolor atenazó su cuerpo y la hizo volver a echarse con un
profundo suspiro.
Sa´
vio que Ch´idzigyaak tenía dificultades y estiró la mano para
ayudarla a salir de la fosa. Juntas gruñeron esforzándose por
moverse. Pronto pudieron andar de nuevo y se pusieron en marcha. Esta
vez no se detuvieron hasta llegar a la orilla del lago. Allí
encendieron una hoguera y, después de comer un poco de carne de
conejo, que racionaban celosamente, volvieron a por los trineos y
reanudaron el viaje.
Los
lagos helados parecían no tener fin. El esfuerzo por cruzar entre
los numerosos abetos, los sotos de sauces y los matorrales de espinos
que había entre un lago y otro agotó tanto a las mujeres que tenían
la sensación de haber recorrido muchos más kilómetros de los que
en realidad habían andado. A pesar de que dieron
muchos rodeos para sortear los múltiples obstáculos, nuca perdieron
por completo el sentido de la orientación. A veces, la fatiga
embotaba sus sentidos y perdían momentáneamente el rumbo o se
encontrabandando vueltas en el mismo lugar, pero pronto volvían a
encontrar la senda. En vano esperaron que el arroyo al que se
dirigían apareciera ante ellas de pronto. Hubo
momentos incluso en que alguna de las dos creyó haber llegado a su
destino. Pero el frío intenso y los huesos doloridos las traía
bruscamente de vuelta a la realidad.
La
cuarta noche, las mujeres dieron, casi por casualidad, con el arroyo.
A su alrededor, todo permanecía envuelto en la plateada luz de la
luna. Las sombras se extendían por debajo de los árboles y sobre el
arroyo. Las mujeres se detuvieron en la orilla unos momentos para
descansar mientras admiraban la belleza de
aquella noche singular. Sa´se maravillaba del poder que la tierra
ejercía sobre la gente, sobre los animales e incluso sobre los
árboles. Todos dependían de la tierra, y si no se obedecían sus
reglas una muerte rápida e imprevisible se cernía sobre los
imprudentes e indignos.
Ch´idzigyaak miró a su amiga al oírla suspirar.
-¿Qué
te pasa? -preguntó.
La
cara de Sa´esbozó una sonrisa triste.
-No
pasa nada, amiga mía. Después de todo, ya estamos en el buen
camino. Pensaba en
lo fácil que resultaba antes para mí vivir de la tierra, pero ahora
parece no quererme. A lo mejor son sólo mis miembros doloridos los
que hacen que me queje.
Ch´idzigyaak
se rió.
-Tal
vez es porque nuestros cuerpos son demasiado viejos, o porque no
estamos en forma. Quizás algún día
corretearemos nuevamente por esta tierra.
A
Sa´le hizo gracia la broma.
Aquellas
reflexiones tenían como único objetivo levantar el ánimo. Las
mujeres sabían que su viaje no había terminado y que su lucha por
la supervivencia seguía siendo difícil. Aunque la vejez las había
debilitado, Ch´idzigyaak y Sa´sabían que tendrían que pagar un
precio elevado con su duro trabajo antes de que la tierra les
concediera una tregua. Las dos mujeres bajaron por el arroyo
serpenteante hasta llegar a un gran río. Incluso
en la época de mayor frío, la corriente silbante del río
erosionaba el hielo, y hacia peligroso el caminar sobre sus aguas
heladas. Las mujeres se dieron cuenta de ello mientras cruzaban lenta
y cuidadosamente el tranquilo río, con los sentidos alerta a
cualquier crujido o a cualquier indicio de vapor que asomara entre
las grietas del hielo.
Cuando
por fin llegaron al otro lado, estaban mental y físicamente
exhaustas. Con las escasas energías que les quedaban, se dedicaron a
la tarea de construir un nuevo refugio para pasar la noche.
VELMA
WALLIS.
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