Veníamos
los dos, cargados, de los montes: Platero, de almoraduj; yo, de
lirios amarillos.
Caía
la tarde de abril. Todo lo que en el poniente había sido cristal de
oro, era luego cristal de plata, una alegoría, lisa y luminosa, de
azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue cual zafiro
transparente, trocado en esmeralda. Yo volvía triste...
Ya
en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de refulgentes azulejos,
cobraba, en el levantamiento de la hora pura, un aspecto monumental.
Parecía, de cerca, como una Giralda vista de lejos, y mi nostalgia
de ciudades, aguda con la primavera, encontraba en ella un consuelo
melancólico.
Retorno...
¿Adónde? ¿De qué? ¿Para qué?... Pero los lirios que venían
conmigo olían más en la frescura tibia de la noche que se entraba;
olían con un olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que
salía de la flor sin verse la flor, flor de olor sólo, que
embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra solitaria.
-¡Alma,
mía, lirio en la sombra! -dije.
Y
pensé, de pronto, en Platero, que, aunque iba debajo de mí, se me
había, como si fuera mi cuerpo, olvidado.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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