los
niños han ido con Platero al arroyo de los chopos y ahora lo traen
trotando, entre juegos sin razón y risas desproporcionadas; todo
cargado de flores amarillas. Allá abajo les ha llovido -aquella nube
fugaz que veló el prado verde con sus hilos de oro y plata, en los
que tembló, como en una lira de llanto, el arco iris - . Y sobre la
empapada lana del asnucho, las campanillas mojadas gotean todavía.
¡Idilio
fresco, alegre, sentimental! ¡Hasta el rebuzno de Platero se hace
tierno bajo la dulce carga llovida! De cuando en cuando, vuelve la
cabeza y arranca las flores a que su bocata alcanza. Las campanillas,
níveas y gualdas, le cuelgan, un momento, entre el blanco babear
verdoso y luego se le van a la barrigota cinchada. ¡Quién, como tú,
Platero pudiera comer flores... y que no le hicieran daño!
¡Tarde
equívoca de abril!... Los ojos brillantes y vivos de Platero copian
toda la hora de sol y lluvia, en cuyo caso, sobre el campo de San
Juan, se ve llover, deshilachada, otra nube rosa.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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