XXI
Tú,
Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber qué honda
respiración ensancha el pecho cuando al salir a ella de la
escalerilla oscura de madera se siente uno quemado en el sol pleno
del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo, ciego del
blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo de ladrillo
para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes.
¡Qué
encanto el de la azotea! Las campanas de la torre están sonando en
nuestro pecho, al nivel de nuestro corazón, que late fuerte; se ven
brillar, lejos en las viñas, los azadones, con una chispa de plata y
sol; se domina todo; las otras azoteas; los corrales, donde la gente,
olvidada, se afana, cada uno en lo suyo -el sillero, el pintor, el
tonelero-; las manchas de arbolado de los corralones, con el toro o
la cabra; el cementerio, adonde a veces llega, pequeñito, apretado y
negro, un advertido entierro de tercera; ventanas con una muchacha en
camisa que me peina, descuidada, cantando; el río, con un barco que
no acaba de entrar; graneros, donde un músico solitario ensaya el
cornetín, o donde el amor violento hace, redondo, ciego y cerrado,
de las suyas...
La
casa desaparece como un sótano. ¡Qué extraña, por la montera de
cristales, la vida ordinaria de abajo; las palabras, los ruidos, el
jardín mismo, tan bello desde él; tú, Platero, bebiendo en el
pilón, sin verme, o jugando, como un tonto, con el gorrión o la
tortuga!
JUA
RAMÓN JIMÉNEZ.
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