CAPÍTULO
XXXI
Umberto
y Elodie compenetraban sus cuerpos y sus mentes de manera perfecta.
Él obtenía el máximo placer de ella, y Elodie se sentía
satisfecha de dárselo sin pedir nada a cambio. Pensaba que era su
misión, como la mujer ideal parecida a ella que vio pintada en los
pergaminos del siglo V, su gran descubrimiento. Solo esos ratos de
conversación y después de amor, que él se sintiera del todo
satisfecho, con ella nada debía de importunarle. Estaba enamorada
hasta tal punto de que era capaz de vivir solo para él.
En
Umberto la atracción era más física. Le gustaba pegar el pecho a
su espalda, abrazarla, adoptar su misma postura, acercar los labios a
su nuca, sentir la perfección de su piel y el calor de su cuerpo. A
partir de ahí evolucionaba hasta iniciar la relación sexual.
Cuando
adoptaban la postura de los elegidos, Elodie gozaba imaginando la
escena que contemplaba Umberto, la que se producía detrás. Percibía
ese instante que a él tanto le excitaba, y sonreía con plena
satisfacción levantando más su trasero para ofrecerle mejor su
sexo, siempre estaba preparada. Después la presión del pubis sobre
los talones de él. Sentía su respiración jadeante que contenía el
deseo irreprimible. A veces le hacía un poco de daño, no le
importaba, así se consideraba más suya.
Umberto
se liberaba con ella. Juntos formaban una pareja que compartía
la inocencia que toda persona lleva dentro en una armonía perfecta.
Se contemplaban mutuamente para después pasar a una furia animal que
les hacía sentirse libres de atacarse como desearan, según les
apetecía en cada instante. El
agotamiento, la relajación, de nuevo el equilibrio, palabras, risas,
descanso y, al poco, estaban de nuevo desbocados llenos de pasión y
locura. No querían que acabara nunca esa magia que solo aparecía en
ellos cuando estaban juntos.
Y
cuando todo terminaba, a la espalda de Umberto se cerraba la puerta.
Delante
aparecía la preocupación, tenía que recoger a Paolo. En
esos momentos era cuando le asaltaba los pensamientos de estar
fallándoles a su hijo y a Violeta, sentimientos de culpa, confusión,
contradicción interior. Después veía al crío y comenzaba a
sentirse mejor.
Otros veinte minutos en el metro hasta el ático en el Upper West
Side, apenas hablaban durante el recorrido, eso hacía que la
preocupación se instalara de nuevo en su mente. Y algo de alivio
diciéndose a sí mismo que lo que le ocurría le podía pasar a
cualquiera, a Violeta mismo, no estamos anclados
a un modelo único, a una sola categoría, que todas las personas
tienen un poco de todo, depende de que la casualidad y las
circunstancias personales de cada uno se pongan un poco de acuerdo
para que la vida vaya por un camino u otro. El momento en el que
estaba delante de la puerta con las llaves en la mano era especial y
siempre de esperanza, deseaba que al otro lado estuviese Violeta. Se
sentía un pecador con necesidad de confesarse. Pero ella nunca
estaba, siempre trabajando o, como en aquel momento, paseando. Le
hacía falta, decía que le daba tranquilidad.
En
casa la paz interior volvía poco a poco, el sentimiento de culpa
desaparecía, se iniciaba otra vida, una relación a la inversa de la
que llevaba con Elodie, aquí la que decía era Violeta. Le terminaba
de tranquilizar que, al fin y al cabo, él fuera un producto de ella,
se consolaba pensando que no le estaba haciendo daño a ninguna de
las dos, y se sentía bien con ambas. ¿A
quién perjudicaba? Las necesitaba, eran complementarias, con cada
una tenía una relación distinta, con unas reglas no escritas. Con
Elodie no había preguntas de tipo personal, se dio cuenta en varias
ocasiones cómo ella las aludía. Nunca le preguntó dónde vivía,
tampoco le había dicho que se quedara a pasar la noche. Lo respetaba
de una forma increíble, como
pocos seres humanos han respetado a otros. Todo le parecía bien, ni
una sola protesta, ni un solo reproche. Solo
compartir conocimientos sobre pintura, historia, y después, una
relación puramente física. Creía que recuperaba los años
perdidos, sus días eran completos, desde primera hora cuando entraba
en un aula para dar clase; por
la tarde aparecía la otra parte animal de libertad total basada en
los instintos; hasta la noche, en familia, con su único amor y más,
dependencia emocional, lo socialmente correcto, la vida convencional
llevada con cierta fortuna.
Umberto
por primera vez en su existencia se sentía egoísta, pero sabía que
no duraría mucho, estaba llegando el momento de decidir, y es que,
recuperado el interés de Violeta por el sexo, entre sus dos mujeres
estaba completamente agotado.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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