CAPÍTULO
XXX
A
la vuelta de la esquina de donde se encuentra el 770 de Brooklyn, en
un primer piso, había un pequeño restaurante donde los fogones
hebreos calentaban la mejor comida kasher con recuerdos sefardíes,
yemeníes, rusos, y de cualquier parte del mundo por donde se ha
expandido a lo largo de los siglos el pueblo elegido por Dios.
Independientemente de la procedencia, la preparación de cualquier
plato se hacía siempre siguiendo las reglas del kashrut, que desde
hacía más de tres mil quinientos años regulaban el empleo de los
alimentos según las leyes divinas de la Torah.
El
salón era pequeño, como las sillas y las mesas; sobre estas, viejos
hules deteriorados. Imagen de otro tiempo, pobre y espartano. No
había mujeres ni jóvenes, solo algunos hombres mayores y obsesos,
barbudos, vestidos de negro, repartidos y sentados de dos en dos,,
frente a frente. Hablaban de negocios mientras comían con voraz
apetito.
El
Vicepresidente Primero y Segundo estaban sentados de cara a la
entrada. Aunque la imagen no era desconocida para ellos, se sentían
extraños. Todo aquello les quedaba demasiado lejos en su memoria, no
sentían añoranza.
El
rabino Avrham llegaba tarde, pero al fin apareció. Echó una leve
mirada, después repasó al resto de personas dispersas por el
comedor. Balanceaba la obesidad de su cuerpo en cada paso, resoplaba-
Bajo la cabeza y la barba canosa se le expandió sobre el pecho.
Retiró una de las sillas que esta frente a ellos.
-Shalom
-dijo mientras tomaba asiento.
Su volumen
imponía, el cuerpo rebosaba. Apoyó un brazo sobre el respaldo de la
silla de al lado.
-Shalom
aleichem -contestaron los dos al unísono mientras alargaban la mano,
un breve saludo.
Apenas los
miró, buscaba detrás de ellos, levantó el brazo. Parecía haber
captado la atención de la persona que buscaba.
-Media
familia Siegman frente a mí, ¿a qué debo tanto honor? -De nuevo
desvió la mirada nada más terminar de preguntar, como si le diera
igual la respuesta.
Los
Vicepresidentes estaban incómodos, hubieran querido algo más
reservado, pero el rabino despachaba sus asuntos así, a la vista de
todos. Le gustaba enseñar sus estatus a los
demás, y a los que necesitaban algo de él, pues eso los rebajaba a
un punto donde él dominaba la situación. Era un experto en las
relaciones humanas y, como físicamente no existía una transacción
de dinero, entonces, ¿qué más daba? Allí estaba, sentado a la
mesa con sus dos correligionarios. Si
le habían llamado para verle estos hombres tanto tiempo
desaparecidos, era porque algo querían; las ovejas
vuelven al redil y, cuando eso ocurre, él, indudablemente, era el
pastor, y ellos, el rebaño que tenía que entrar en aquel lugar; que
recordaran de dónde venían.
-Avraham,
quisiera... -el Vicepresidente Primero esperó a que el rabino le
prestase atención, por fin miró-, quisiéramos...
-rectificó-
que nos ayudaras con un problema familiar.
-¿de qué
se trata?
-Verás,
mi hermano Salomón...
-¿Tú
hermano? Hace más tiempo que no lo veo que a vosotros. Disculpa.
Un
hombre mayor se acercó para atenderles. Los Vicepresidentes
aprovecharon para cruzar una mirada, no estaban acostumbrados a ser
interrumpidos mientras hablaban, tampoco a pedir favores; pero sabían
que el rabino era capaz de entremezclar intereses como nadie hasta
conseguir el propósito deseado, el beneficio para todas las partes.
Se decía incluso que él llevaba a cabo negocios, cosa que le estaba
completamente prohibida por su condición de rabino.
Pidió
para comer en abundancia, después les preguntó a ellos.
-No,
gracias, no vamos a tomar nada.
-Entonces,
¿mantengo la botella de vino? -preguntó al rabino el camarero.
-Sí,
no importa. -Y volvió la mirada hacia ellos hablando bajo, con una
sonrisa de satisfacción, mientras el hombre se alejaba-. Es un
magnífico vino de aguja procedente de Israel, puedo comer todo lo
que quiera, saltarme el régimen que me ha puesto el matasanos,
porque a los cinco minutos de comer ya hace su efecto. Es justo el
tiempo que tardo en llegar a la sinagoga, no puedo detenerme ni un
instante porque no veas las reacciones, me deja ligero, legero.
Tío
y sobrino no sabían a dónde mirar, si sonreír o cuál era la
actitud adecuada; acababan de imaginárselo con las prisas de llegar
al wáter, entre feliz y apresurado, con aquella forma de caminar
balanceando el cuerpo.
El rabino
pareció por fin centrarse en ellos, atrás quedaba en sus mentes la
imagen escatológica de este hombre.
-Pues la
cuestión que nos trae es que mi hermano ahora también está
abandonando a la familia.
-Me
sorprende, a su edad. Se llevaba muy bien con Sara, además ella es
una mujer hermosísima, una bendición del cielo.
-No,
no me refería a que fuera a dejar a su esposa, nos quiere dejar a
nosotros, su familia de sangre, a mí y a sus dos sobrinos que tanto
le hemos ayudado a mantener y levantar el negocio.
-Bueno,
sus razones tendrá, ¿no?
-No, no
las tiene.
-Pero él
¿qué os ha dicho?
-No
dice nada, esa es la cuestión. Todo comenzó porque cometimos un
error imperdonable al admitir como socia a una sahená,
y
a partir de ahí, la mujer cada día ha ido adquiriendo más poder.
El caso es que alguien se tenía que enfrentar a ella para pararle
los pies, y lo he hecho yo, con la sorpresa de que mi hermano no me
ha respaldado.
-¿Y cuál
es la situación en este momento?
-O ella o
yo. Me ha ofrecido venderme sus acciones o comprarme las mías.
-Pues
cómprale sus acciones.
-Ese es
otro problema, las ha valorado al mismo precio que las mías, pero yo
tengo el triple que ella.
-Es
una mujer eficaz, ¿verdad? -El rabino sonrió mientras se echaba
hacia atrás; captó que ella le había dicho en
su cara que valía más que él, por eso sobrevaloraba sus acciones,
era capaz de aportar más al negocio; y debía ser verdad, si no, no
habrían ido a verle.
-No tanto,
no tanto. Lo que ocurre es que mi hermano ve solo lo que hace ella.
-Y si
vendes tú, piensas que tus sobrinos irán detrás, ¿no?
-Con
toda seguridad, además de que estamos seguros de que entrarán otros
socios no judíos.
-¿Y en
qué creéis que os puedo ayudar?
-Habla con
mi hermano, recuérdale que yo y sus dos hermanos fallecidos fuimos
los que le pusimos ahí, que ahora no nos puede echar a la calle, y
menos por una cristiana.
-¿Y
creéis que servirá de algo? -Detectaron ironía en el énfasis-.
No, no lo creo. Pensad si fuera al revés, si él hubiera venido para
que hablara con vosotros. -Negó con la cabeza mientras desviaba la
atención, estaba llegando su primer plato, aunque él solo se fijó
en la botella de vino.
Los dos
Vicepresidentes aprovecharon para volverse a mirar. El rabino tenía
razón. Esperaron. Vieron cómo llenaba la copa más de lo normal y
bebía, lo hizo como si fuese agua, después fue expresivo.
-¡Ahhh...!
Magnífico. ¿De verdad que no queréis probarlo?
-No.
-No,
gracias.
El rabino
dio un nuevo trago, esta vez más corto, y procedió a rellenar la
copa.
-Desgraciadamente
ya todo se mueve por dinero o por interés -dijo mirando el vino, su
gesto cambió a serio.
Los
Vicepresidentes no sabían bien dónde situar esa respuesta, pero
algo parecido estaban esperando. Callaron a ver por dónde
continuaba, y no tardó. Les miró alternativamente a uno y a otro
directamente a los ojos.
-Así
que tenéis que ver qué podéis ofrecer para que esa situación se
pueda solucionar y, no solamente eso, también debéis considerar
hasta qué punto estáis dispuestos a llegar, ¿me explico?
El
Vicepresidente Primero se asustó. Esa clara insinuación no se la
esperaba, y menos de un rabino, porque... ¿le estaba diciendo lo que
le estaba diciendo, o no? Pensó, dudó.
Su
sobrino, el Vicepresidente Segundo, se dio cuenta de la reacción que
produjeron aquellas palabras en su tío, nunca
fue un hombre valiente, siempre a la sombra de sus hermanos, y estaba
en el puesto por el fallecimiento de los demás. Bajo la mesa puso
la mano sobre la pierna de su tío, pretendía calmarlo, también
decirle que a partir de ese momento se ocupaba él. En su interior
rápidamente organizaba sus prioridades, primero resolvería este
problema, después ya vería el momento de clavarle el cuchillo
a su querido tío, daba igual que fuera por la espalda.
-Estamos
dispuestos a llegar hasta donde sea necesario dijo tranquilamente el
Vicepresidente Segundo.
-Bien,
bien, entonces dejadme unos días.
El
rabino miró el plato bien lleno de senié,
levantó
la cabeza y buscó bajo la barba el hueco donde meter el pico de la
servilleta, después se la aplastó sobre el pecho. No pudo evitar,
porque tampoco lo intentó ni le importaba, que se le escapara un
eructo. La maquinaria de este judío ya estaba en funcionamiento.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.
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