LI
A
pesar de que va muy abrigado, tiene frío, los músculos en tensión;
pero camina decidido. Acaba de cumplir diez años, es fuerte, aunque
mas bien bajito para su edad.
-Relájate, sentirás menos
frío.
Gira
la cabeza. El viento le peina cuando mira al padre. Le da un repelús.
Umberto sonríe. Van en paralelo, Paolo saca la manopla al tiempo que
levanta la cabeza dejando la cara más desprotegida de la bufanda.
Señala al frente sin decir nada, se ha dado cuenta por la
arquitectura del edificio que debe ser el Museo. Le gustan.
Está
contento, por ver cosas nuevas, por ir con su padre y porque, en este
viaje, estrena lentillas. Dice adiós a las gafas,
aunque sabe que cuando esté en casa las debe usar a la hora de
estudiar, ver la tele o usar el ordenador. El
padre no se lo tendrá que recordar. Pero para el colegio o para
salir a la calle, las gafas se ha terminado.
Ahora
tampoco hay que decirle nada, sabe esperar hasta aclimatarse. Busca
dónde está el guardarropa del Museo, toma su ficha y se la guarda,
actúa independiente de su padre, libre. Con frecuencia, los
empleados sonríen y le dicen algo; él devuelve el comentario, la
sonrisa, y a lo suyo. Mira observa, apenas habla, y cuando lo hace
generalmente es para preguntar. Con frecuencia pone al padre en
dificultades. Tiene una sensibilidad especial, el
puñetero se queda con todo.
Cuando
está en casa viendo la televisión, en cualquier momento suelta el
nombre del lugar nada más aparecer en pantalla, antes que el
comentarista, al segundo. Solo una imagen de una calle anónima por
la que ni siquiera han caminado..., y dice el nombre de la ciudad si
ha estado en ella.
-¿Cómo
sabes que es París?
-Los tejados, las fachadas,
el estilo, la gente, la luz...
Al
padre le parece casi imposible, incluso para un universitario como él
mismo.
Y
es que el año tiene trecientos sesenta y cinco días con sus
mañanas, tardes y noches, además de las distintas épocas estivales
y condiciones climatológicas. Las posibles
combinaciones que se pueden dar sobre una misma imagen dependiendo en
el momento que esté tomada son casi infinitas.
Sin embargo, el pequeño Di Rossi en un instante, en un
flash, el
nombre de la localidad. Tenía una gran memoria, seguro, y algo
más... Sus padres lo terminaron definiendo como un don por el que
era capaz de quedarse con la esencia y el sentido de las cosas.
Umberto
se quita el sombrero, el abrigo, abre la bufanda. Es alto, fibroso,
fuerte y aún delgado, aunque bastante menos que en su juventud, que
estaba hecho un spaghtti,
con aquella nariz grande; los años le habían sentado bien, como
le ocurre a muchos feos, que con la edad mejoran. Ahora
siempre va muy pelado, rapado a los lados y arriba apenas si el
cabello alcanza un centímetro de longitud. A partir del lóbulo de
la oreja comienza la barba bien formada, bajo el labio inferior ya
aparecen algunas canas. Viste de sport, unos
pantalones de pana beige
y una chaqueta marrón, con coderas; no lleva corbata, da la imagen
de un intelectual aventurero.
Cruza
una sonrisa con la señora del guardarropa, donde dejan depositadas
las prendas de abrigo. Su hijo llama la atención, y ahora que no
lleva las gafas con esos cristales donde se dibujaban círculos
concéntricos, su aspecto mejora notablemente; se aprecian mejor
esos preciosos ojos azules que el padre no sabe de dónde ha podido
sacar. En eso está pensando cuando lo deja que tome la iniciativa
mientras permanece a su lado como un amigo.
Lo
sigue. El Renacimiento alemán; el Barroco holandés, Rembrandt; gran
cantidad de grabados de Durero. Umberto sabe que en el Standel
estuvieron depositados los sesenta y siete cuadros y las setecientas
láminas que fueron declaradas ¨arte degenerado¨
por el parido nazi, que serían nazis y le aplicaron el calificativo
de ¨degenerado¨, pero
reconocían su valor cuando pusieron a buen recaudo la colección
fuera de la ciudad para que no se viera afectada por los fuertes
bombardeos a que fue sometida la población y el mismo Museo durante
la II
Guerra Mundial. Ese hecho es el que ha permitido que lleguen hasta
nuestros días.
El
impresionismo, Degas, Renoir, también Picasso, pero el pequeño Di
Rossi tiene una tendencia natural que de alguna manera alegra a su
padre; siente predilección por la pintura del Renacimiento Italiano,
y se adelanta sonriente, hipnotizado, directo hacia un pequeño
cuadro.
-Mira,
papá, La gioconda.
Umberto
recuerda aquella pintura, la ha visto en varias ocasiones en
fotografías. Evidentemente no es la Gioconda que permanece en el
Louvre de forma permanente.
Se acerca despacio, haciendo aquel gesto que su hijo le ha visto
hacer tantas veces cuando fija atentamente la
vista en algo,
no porque le haga falta, también lleva lentillas, sino
porque ya forma parte de sus gestos habituales; engurruñe los ojos y
muestra algo la dentadura, como si sonriese. Lee
en el pequeño letrero que está en el lateral. Efectivamente, es
quien él recuerda. Dos pasos atrás y le pone la mano izquierda
cariñosamente sobre el hombro al tiempo que señala con la derecha.
-Lucrecia Borgia -dice Umberto.
El pequeño Di Rossi se acerca
al cuadro. Aprovecha para dejar atrás la mano de su padre, lee y
regresa.
-Retrato ideal de una mujer,
supuesto retrato de Lucrecia Borgia.
-Bartolommeo Veneto lo pintó.
-Ya.
-Pero se supone..., los
expertos dicen que esa joven es Lucrecia Borgia.
-Bien, será, pero también es
la Gioconda.
-¡¿Cómo?!
Justo dos años antes habían
realizado la primera escala en París y nunca le volvió a hablar de
aquel cuadro del Louvre que a él, como al numeroso público que
durante años ha pasado delante, tanto le ha llamado la atención.
Razonó unos segundos.
-Pero
¿cómo va a ser la Gioconda... Lucrecia Borgia? -Aún no habían
llegado a su país, y el padre ya hacía aquel gesto italianizado
apiñando los dedos de la mano.
-Me da igual -dice el pequeño
Di Rossi sonriendo-, si quieres lo digo al revés: Lucrecia Borgia es
la Gioconda.
-Tampoco, te debes estar
confundiendo.
-Qué
va, ¿no lo ves? Es la misma, aquí más joven y en el cuadro del
Louvre con más edad.
El
enano seguía
sonriente, tranquilo y seguro de lo que decía, como si aquello fuera
lo más evidente del mundo.
El padre, que lo conoce y sabe
que no falla una, después de razonar unos segundos comienza a notar
nuevas sensaciones.
-Pero
este cuadro no está pintado por Leonardo Da Vinci pregunta-afirma
Umberto, poniendo una pequeña trampa.
-No, qué va...
Siguió con la cara de
satisfecho admirando la pintura.
¨Menos mal¨, piensa Umberto
mientras da un suspiro.
El
cuadro fija la atención de Paolo de tal forma que el padre comienza
a pensar que su hijo ha recibido un flechazo. Bueno, ya se acerca a
la edad, y la joven del cuadro representa tener una posiblemente
inferior a la que debía tener Lucrecia Borgia cuando posó, en caso
de ser realmente ella. El seno desnudo, todo un atrevimiento en la
época, es irreal en una mujer con más de veinte años y ya madre.
Umberto repasa el resto de los detalles..., el pequeño ramillete de
cinco flores, tres de ellas margaritas, lo sostiene delicadamente
entre los dedos de su mano derecha levantada.
¨Sí,
el pecho es de una chica de unos trece años máximo, pero también
podrían ser dos años más o menos. De ser Lucrecia Borgia es
imaginario, lo ha pintado como ha considerado, posiblemente para
quitarle la carga erótica¨.
Pone la calculadora mental en
funcionamiento a ver si se sostiene la hipótesis de su hijo o la
puede derribar a la primera de cambio.
¨Leonardo
nació en el 1452 y murió en 1519, sesenta y siete años, sí,
correcto. Lucrecia Borgia..., Lucrecia..., no me acuerdo.
Vamos a ver, era hija ilegítima del Papa
Alejandro VI, el español Rodrigo Borgia, que estaba al frente de la
Iglesia en 1492, sí, celebró con una corrida de toros en Roma
cuando la toma de Granada, evitó la guerra entre España y Portugal
dictando las bulas papales en 1493 mediante los cuales establecía la
división del Nuevo Mundo, la llamada Línea Alejandrina, y en 1494
otorgó a Isabel y Fernando el título de Reyes Católicos..., por
tanto eran contemporáneos, vale¨.
Umberto
nota cómo entra en calor después de estos pensamientos.
¨Tranquilo,
vamos a ver, despacio, los datos de Leonardo Da Vinci es posible que
los conozca Paolo, pero los de Lucrecia Borgia no creo, aunque...¨
El
padre vuelve a escudriñar el estar de su hijo.
¨A
ver si este...¨
Se
atusa la barba mientras sigue pensando: ¨Ha visto el cuadro en
Internet, le ha gustado la chica y yo voy a creer lo que no es¨.
Le
tranquiliza un poco este último pensamiento.
-Bueno, ¿seguimos? -le
pregunta al hijo.
-No, tardo poco, sigue tú,
ahora voy -le contesta sin mover la vista ni el cuerpo un solo ápice.
Umberto
inclina un poco la cabeza para ver la parte concreta del cuerpo de la
joven que está mirando su hijo, aunque por la red, quisiera o no
quisiera, podía ver desnudos en el mejor de los casos, y bastante
más por lo general. No le habría sorprendido que estuviese
observando el pecho, pero no, parece que está concentrado en el
rostro, la mirada y los adornos de la cabeza, sobre la que hay
también ramas de olivo.
¨Apenas
se conocen pinturas de Lucrecia Borgia, en todas se la representa con
el pelo muy rubio, pero de hecho no hay ningún cuadro o retrato en
el que aparezca ella y se sepa a ciencia cierta que es ella...
Espera,
en el Vaticano hay unas pinturas donde supuestamente aparece.
¿Corresponderán realmente a Lucrecia Borgia? Es
raro que no haya ninguna pintura que de seguridad de que se trate de
ella, siendo quien era, lo conocida que fue ya en su época por su
belleza, las habladurías, el poder del padre y del hermano César
Borgia... ¡Para, para!, ¡ahí está!, ¡Leonardo
da Vinci trabajó para César Borgia! ¡Tuvo que conocerla, claro!,
Lucrecia era una de las personas más importantes para su hermano
César...¨.
Umberto
había leído a multitud de historiadores que daban por cierto el que
César Borgia estuvo enamorado de ella. También recordó cuando
estudiaba los Papas de aquella época, se afirmaba que Lucrecia tuvo
un hijo, Giovanni Borgia, fruto de la relación
incestuosa con su padre, el Papa, y también se llegó a decir que el
padre era César, el hermano, pero es que hubo además otro que
quiso apuntarse la paternidad, Perotto, el hombre que hacía de
mensajero entre Lucrecia y su familia.
¨¿Qué
tenía aquella joven, además de belleza, que era capaz de provocar
toda esa seducción?¨.
En
un instante le apareció en su mente aquel viaje por España,
Andalucía, cuando aún no conocía a Violeta, unos días de
diciembre en los que hizo un tiempo buenísimo. Málaga, con una luz
igual a la de Nápoles y su magnífica catedral, ¨La
Manquita¨,
así la llaman, pues le falta una de sus torres,
está inacabada.
Entró
en ella, preciosa, limpia, y nada más iniciar el recorrido se fijó
a la derecha de la entrada, había unos paneles más altos que él de
color amarillento, formaban un largo mural en el que de forma
esquemática y sencilla se exponían cronológicamente cada uno de
los Papas que habían existido, los años de su pontificado y los
periodos culturales que se estaban produciendo al mismo tiempo.
Sonrió. El año ¨1500¨ estaba allí en grande,
también ¨El Renacimiento¨, y debajo el recuadro donde debía estar
el nombre del Papa que había en ese momento..., en blanco, borrado,
tachado de la lista de los Papas. Estaban todos menos él, Alejandro
VI. Los españoles habían omitido a un Papa español. Perduraba
la mala fama que sobre él se encargó de difundir el Papa Julio
II... Pero alguien, con un bolígrafo azul, había pintado una fecha
que terminaba en el centro del recuadro y había escrito: ¨El
Papa Borgia¨.
¨Leonardo
Da Vinci tuvo que conocer a Lucrecia Borgia, ¡maldita sea!¨.
Vuelve
a agitarse. En la distancia ve al hijo y al cuadro, después baja la
cabeza y mira la punta de sus zapatos, hace ese gesto suyo de
agudizar la mirada, repasa mentalmente.
Tras
unos minutos llega a una conclusión, no recuerda ningún escrito que
recoja esa relación, que se hubiesen conocido o coincidido en algún
acto; pero Umberto Di Rossi ya comienza a pensar, en ese momento, que
quizá sea lo más probable.
Camina
hacia el hijo, es lo que más le preocupa en ese instante. Se pone a
su lado. El pequeño Si Rossi nota como si le llegara un soplo de
aire que no le es desconocido, y hace algo que
poquísimas veces ha visto y sentido Umberto, incluso cuando era muy
niño; levanta la mano instintivamente y coge la del padre, que,
desacostumbrado, siente un amor infinito por el hijo. Pasa unos
segundos emocionado, lleno de una satisfacción plena, después
cumple con su obligación.
-Paolo,
no vayas a decir a nadie lo que me has dicho a mí.
Hay que asegurarse muy bien de las cosas antes de hablar.
-No
te preocupes, papá. Me ha gustado mucho verla aquí, era muy
guapa..., porque en el cuadro de La Gioconda
todos
dicen que es guapa, pero yo solo la veo sencilla
y delicada, posando amablemente para ser pintada; el toque enigmático
solo se lo puede dar el pintor, no es de ella.
-Tampoco
para Leonardo era una modelo cualquiera, captó su aura, estaba ante
una mujer famosa, de la que todo el pueblo hablaba.
-Él
la apreciaba, le transmitía nuevas sensaciones.
A
Umberto Di Rossi, profesor de Historia en una de las universidades
más importantes del mundo, lo está asustando su hijo de diez años
que apenas le pasa de la cadera.
En
el mismo museo compra un póster a tamaño natural del cuadro de
Bartolommeo Veneto y otro de la Gioconda.
Los
podremos estudiar mejor.
-No
hace falta, papá.
¨A
ti no, pero a mí sí. El niño¨.
También
adquiere una biografía de Leonardo da Vinci y Vida
de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos, de
Giorgio Vasari, arquitecto, pintor y escritor de la época,
imprescindible para estudiarla. Eso y el ordenador que lleva consigo
dentro de su cartera Samsonite que siempre le acompaña, será
suficiente.
Mientras
el padre está en la cola para pagar, el pequeño Di Rossi pasea por
la tienda echando un vistazo, no pide nada. Umberto observa cómo
está pendiente de un niño que tiene una madre en brazos. El crío
no para de llorar. La madre desesperada, se lo pasa a su pareja. Este
lo mece con más energía, pero solo consigue que el niño llore con
más fuerza. De pronto cunde la alarma, ahora no
llora, parece que no respira, ha quedado traspuesto, le ha dado un
síncope, la madre se pone histérica, grita.
El padre aumenta las sacudidas, el colo morado llena la cara del
pequeño. Todo el público está expectante.
-¡Señora,
señora! -la llama el pequeño Di Rossi cogiéndola de la mano y
tirando con fuerza.
-¡Mi
hijo! -grita mientras baja el rostro. Se encuentra con la mirada
serena de Paolo.
-Tranquilícese,
solo tiene que soplarle un poco en el rostro para que él note su
aire.
-¡¿Qué?!
¡¿Cómo?!
-Sóplele
despacio en el rostro.
En
el nerviosismo, la mujer no es capaz de razonar, solo de obedecer.
-Vámonos
-dice Umberto cogiéndolo esta vez él de la mano, no quiere que
presencie lo que está ocurriendo.
El
pequeño Di Rossi no dice nada, obedece como siempre, sigue a su
padre.
Mientras
tanto, la madre consigue hacer lo que Paolo le ha dicho, soplar
intentando hacerlo muy despacio, transmitiendo todo el amor que tiene
a su hijo, y este de inmediato toma ese aire y parece que resucita.
Tras otra buena bocanada, paz. El bebé se queda tranquilo como si
nada hubiera ocurrido.
La
señora coge al niño y se da la vuelta, busca a Paolo, no lo
encuentra. Piensa que todo es muy extraño, casi irreal.
¨¿Habrá
sido un ángel...?¨.
Siempre
lo recordará.
Dejan
todo en la habitación del hotel y vuelven a la calle. Aunque la
temperatura sube poco, no paran, caminan y van viendo esta preciosa
ciudad donde se ubica la sede del Banco Central Europeo.
El
hijo va como si nada nuevo hubiese ocurrido en su vida, sin embargo,
Umberto no para de darle vueltas a la cabeza. Necesita
tranquilizarse, calmarse, antes de comenzar a analizar datos. Es
lo que tiene que hacer para ver lo más objetivamente posible todo.
Intenta
distraerse centrando la atención en temas banales; la gran cantidad
de sedes bancarias, cuatrocientas de todo el mundo. También le llama
la atención que es muy cosmopolita, ¨solo un treinta por ciento de
sus habitantes son alemanes¨, lee en un folleto turístico y, algo
en lo que ya había reparado, los rascacielos y el agua del río Meno
-Main en alemán- hacen
que la llamen Mainhattan.
ANTONIO
BUSTOS BAENA.