Al
día siguiente, antes de que los hombres se marcharan, las mujeres
hicieron grandes fardos de pescado seco, suficiente para reponer las
energías del Pueblo para viajar. Entretanto, el jefe esperaba
ansioso. Temía que les hubiera ocurrido algo a sus hombres, aunque
mantenía la esperanza viva. Cuando volvieron los exploradores, el
jefe reunió rápidamente al consejo para escuchar lo que tenían que
decirles.
El
guía contó a una muchedumbre atónita lo que habían descubierto.
Cuando terminó su relato, añadió que las mujeres no se fiaban de
ellos y que no deseaban verles. Daagoo enumeró las condiciones que
habían impuesto. Al cabo de unos minutos de silencio, el jefe
declaró:
-Respetaremos
sus deseos. Quien no esté de acuerdo tendrá que pelear conmigo.
-Los
jóvenes y yo te apoyaremos -dijo Daagoo enseguida. Los miembros del
consejo que habían propuesto abandonar a las ancianas se sentían
profundamente avergonzados. Por fin uno de ellos habló:
-Nos
equivocamos al abandonarlas. Lo han demostrado. Las compensaremos con
nuestro respeto.
Después
de que el jefe informara de la decisión tomada, el Pueblo se mostró
de acuerdo en aceptar las condiciones impuestas por las dos mujeres.
Una vez que se hubieron recuperado gracias al nutritivo pescado seco,
los
miembros del grupo comenzaron a aparejar los bártulos, porque tenían
muchas ganas de ver a las ancianas. En aquellos momentos difíciles,
su supervivencia les llenó a todos de esperanza y de un temor casi
reverencial. La hija de Ch´idzigyaak, Ozhii
Nelii, lloró al escuchar las noticias, pues creía que su madre
había muerto. Pero a pesar del gran alivio que sintió sabía que su
madre no la perdonaría nunca. Shruh Zhuu estaba tan contento que en
cuanto se enteró empaquetó de inmediato sus cosas y se dispuso a
marchar.
El
grupo tardó bastante en llegar al campamento donde las cortezas de
los abedules habían sido arrancadas. El jefe y Daagoo se adelantaron
para encontrarse con las mujeres, y cuando entraron en el campamento
el jefe tuvo que refrenarse para no abrazarlas. Las mujeres le
miraron con desconfianza, así que se sentaron para parlamentar. Las
mujeres le dijeron lo que esperaban del Pueblo. El respondió que
obedecerían sus deseos.
-Te
daremos comida suficiente para el Pueblo y cuando se acabe te
volveremos a dar. Te la proporcionaremos en pequeñas porciones -le
dijo Sa´ al jefe, que asintió casi con humildad.
El
grupo tardó otro día en llegar al nuevo campamento, deshacer los
bártulos y levantar las tiendas. Luego, el jefe y sus hombres
llegaron con fardos de pescado y ropa hecha de piel de conejo.
Daagoo, al ver el extenso surtido de prendas de piel de conejo, había
insinuado audazmente a las dos ancianas que las vestiduras del grupo
estaban en muy mal estado. Las mujeres sabían que no tendrían
tiempo de usar todas las manoplas, pasamontañas, mantas y camisetas
que habían confeccionado en su tiempo de ocio, de modo que se
sintieron obligadas a compartirlas con quienes las necesitaban. Una
vez que los miembros del grupo hubieron montado su nuevo campamento,
y con los estómagos ya satisfechos, mostraron más curiosidad hacia
las dos ancianas, pero les estaba prohibido acercarse a ellas.
Los
días de frío fueron muchos y el Pueblo racionó cuidadosamente la
comida de las ancianas. Un día los cazadores mataron un alce grande
y lo llevaron arrastrándolo a lo largo de muchas millas hasta el
campamento. A su llegada todos celebraron su buena suerte.
Durante
ese tiempo, el jefe y el guía se turnaban en sus visitas diarias a
las mujeres. Cuando se hizo evidente que las ancianas también
sentían curiosidad por verlos, el jefe pidió permiso para que otros
pudieran visitarlas. Ch´idzigyaak respondió enseguida que no,
porque era la más orgullosa de las dos. Pero cuando después lo
hablaron entre ellas, tuvieron que admitir que tenían ganas de
recibir más visitas, especialmente Ch´idzigyaak, que echaba mucho
de menos a su familia. Cuando el jefe llegó al día siguiente, las
mujeres le comunicaron su decisión y pronto empezaron a
entrevistarse con más gente. Al principio se mostraban tímidas e
inseguras, pero al cabo de un tiempo charlaban con mayor confianza y
pronto se pudieron oír risas y alegres conversaciones en el refugio.
Cada vez que tenían visitantes, las mujeres
recibían presentes de carne de alce y pieles de animales que
aceptaban complacidas.
Las
relaciones entre el Pueblo y las dos mujeres fueron mejorando. Unas
y otros aprendieron que en las dificultades se había manifestado una
parte de sí mismos que no conocían. El Pueblo se creía fuerte, y
sin embargo se había mostrado débil, mientras que las ancianas, a
las que consideraban indefensas e inútiles, habían demostrado su
fortaleza. Ahora, entre ellos, existía un mudo entendimiento y el
Pueblo acudía a las dos mujeres en busca de consejo y conocimientos
nuevos. Ahora comprendían
que los años y la experiencia las habían hecho poseedoras de una
gran sabiduría, y que tenían mucho que aprender de ellas.
Las
visitas iban y venían diariamente en el campamento de las mujeres.
Mucho tiempo después de que se marcharan, Ch´idzigyaak permanecía
de pie, siguiéndolas con la mirada. Sa´ la observaba y sentía
pena por su amiga. Sabía que Ch´idzigyaak esperaba ver a su hija y
a su nieto, pero no venían. Ch´idzigyaak albergaba el secreto temor
en su corazón de que les hubiera ocurrido algo malo y de que el
Pueblo no quisiera decírselo; sin embargo no se atrevía a
preguntar.
Un
día, mientras Ch´idzgyaak recogía leña, una suave voz juvenil
detrás de ella dijo:
-He
venido a buscar mi hacha.
Ch´idzigyaak
se quedó quieta y, al volverse, la leña se le cayó de los brazos
sin darse cuenta. Se miraron fijamente, casi como si fuera un sueño
y no pudieran creer lo que estaban viendo. Con los rostros bañados
en lágrimas, Ch´idzigyaak y su nieto se miraron llenos de felicidad
sin atreverse a pronunciar palabra. Sin más vacilaciones,
Ch´idzigyaak abrazó al muchacho que tanto quería.
Sa´
miraba sonriente aquel feliz encuentro. El joven levantó la vista
para mirar a Sa´ y se acercó para abrazarla también. Sa´ sintió
que su corazón se llenaba de amor y orgullo por aquel joven.
Sin
embargo, Ch´idzgyaak seguía preguntándose por su hija. A
pesar de todo lo que había ocurrido, sentía deseos de ver a la que
llevaba su misma sangre. Como era observadora, Sa´ sabía que ése
era el motivo por el que su amiga se sentía triste a pesar de su
buena suerte. Varios días después de la visita del nieto, Sa´ tomó
de la mano a su amiga.
-Vendrá-dijo
simplemente, y Ch´idzigyaak asintió, aunque no estaba del todo
segura.
El
invierno llegaba casi a su fin. Entre los dos campamentos se había
trazado un sendero muy transitado. El Pueblo
quería estar cada vez más tiempo con las ancianas, sobre todo los
niños, que pasaban muchas horas riendo y jugando en el campamento
mientras las ancianas permanecían sentadas junto a su refugio y los
miraban. Se
sentían agradecidas por haber sobrevivido para poder presenciar
aquello. Cada día era para ellas un motivo de
alegría.
El
nieto iba todos los días. Ayudaba a sus abuelas en sus tareas
cotidianas, como antes, y escuchaba sus historias. Un
día, la mujer mayor no pudo aguantar más y por fin reunió el valor
suficiente para preguntar:
-¿Dónde
está mi hija? ¿Por qué no viene?
El
joven contestó con sinceridad:
-Está avergonzada, abuela.
Cree que la odias desde el día en que te dio la espalda. Ha llorado
todos los días desde que nos fuimos -dijo el joven mientras la
rodeaba con sus brazos-. Me preocupa porque el dolor la está
consumiendo.
Ch´idzigyaak
permanecía sentada escuchando y su corazón voló hacia su hija. Sí
había estado furiosa contra ella. ¿Qué madre no lo hubiera estado?
Durante aquellos años había preparado a su hija para que fuera
fuerte y luego descubrió que sus enseñanzas no habían servido para
nada. Aun así, pensaba Ch´idzigyaak para sus adentros, no se le
podía culpar sólo a ella. La
verdad es que todos habían participado y su hija
había tenido miedo. Había temido por las vidas de su hijo y de su
madre. Así de sencillo. Ch´idzigyaak reconocía también que su
hija había tenido el valor de dejar una bolsa de babiche a las
ancianas. Dejar una cosa de tanto valor a dos viejas que se creía
iban a morir hubiera sido considerado un estúpido despilfarro. Sí,
podía perdonar a su hija. Incluso podía darle las gracias, porque,
pensó, si no hubiera sido por el babiche, probablemente no habrían
sobrevivido. Ch´idzigyaak salió de su ensimismamiento cuando se dio
cuenta de que su nieto esperaba una respuesta. Le rodeó los hombros
con el brazo, le dio unos cuantos golpes suaves y le dijo:
-Dile a mi hija que no la odio,
nieto.
Una
expresión de alivio se dibujó en el rostro del muchacho, porque
había pasado meses sintiéndose triste por su madre y por su abuela.
Ya casi todo estaba igual que antes. Sin perder tiempo, el muchacho
abrazó efusivamente a su abuela y salió a toda prisa del refugio
hacia su casa.
Llegó al campamento sin
aliento. Irrumpió donde
estaba su madre y emocionado
dijo entre jadeos:
-¡Madre!
¡La abuela quiere verte! ¡Me dijo que no te guardaba rencor!
Ozhii
Nelii quedó asombrada. No lo esperaba y, por un momento, sintió que
las piernas le flojeaban de tal modo que tuvo que sentarse. Su cuerpo
temblaba y miró de nuevo a su hijo.
-¿Es
cierto? -preguntó.
-Sí
-replicó Shruh Zhuu, y su madre se dio cuenta de que decía la
verdad.
Al
principio tenía miedo de ir, porque se seguía sintiendo culpable.
Pero ante la tierna insistencia de su hijo, Ozhii Nelii reunió el
coraje suficiente para dar el largo paseo hasta el campamento de su
madre, acompañada de su hijo. Cuando llegaron,
las dos ancianas estaban de pie junto al refugio, hablando. Sa´ fue
la primera en verla, y Ch´idzigyaak se giró para ver por qué se
había callado su amiga. Cuando vio a su hija, su boca se abrió pero
no le salieron las palabras, y las dos mujeres permanecieron
inmóviles, mirándose hasta que Ch´idzigyaak se acercó a Ozhii
Nelii y, entre sollozos, la abrazó con fuerza. Todo
lo que las había mantenido separadas se desvaneció en aquel gesto.
Sa´,
rodeando con los brazos a Shruh Zhuu, miraba con los ojos llenos de
lágrimas cómo madre e hija
reencontraban un amor que creían perdido para siempre. Luego
Ch´idzigyaak se dio la vuelta, entró en la tienda y salió con un
pequeño bulto que colocó entre las manos de su hija. Ozhii Nelii
vio que era babiche. No lo entendió hasta que Ch´idzigyaak se
inclinó y le susurró algo al oído. Por un momento, el rostro de
Ozhii Nelii reflejó sorpresa, pero luego ella también sonrió. De
nuevo las mujeres se abrazaron.
Después
de que todos estuvieran reunidos, el jefe dio a las dos ancianas
cargos honoríficos en el grupo. Al principio todos se mostraban muy
solícitos y acudían en su ayuda en todo momento, pero las mujeres
no precisaban de ellos, porque disfrutaban de su
recién descubierta independencia. Así que el Pueblo mostró el
respeto debido hacia ellas escuchando sus sabias palabras. Vinieron
más inviernos crudos, porque en las tierras heladas del norte no
puede ser de otra forma. Pero el Pueblo mantuvo
su promesa. Nunca volvieron a abandonar a un anciano. Habían
aprendido la lección que les habían enseñado aquellas dos mujeres
a las que llegaron a amar y cuidar hasta que murieron muy mayores y
felices.
VELMA
WALLIS.
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