No
sé a qué comparar el malestar aquel, Platero... Una agudeza grana y
oro que no tenía el encanto de la bandera de nuestra patria sobre el
mar o sobre el cielo azul... Sí. Tal vez una bandera española sobre
el cielo azul de una plaza de toros... mudéjar... como las
estaciones de Huelva a Sevilla. Rojo y amarillo de disgusto como los
libros de Galdós, en las muestras de los estancos, en los cuadros
malos de la otra guerra de África... Un malestar como el que
me dieron siempre las barajas de naipes finos con los hierros de los
ganaderos en los oros, los cromos de las cajas de tabacos y de las
cajas de pasas, las etiquetas de las botellas de vino, los premios
del colegio del Puerto, las estampitas del chocolate...
¿A
qué iba yo allí o quién me llevaba? Me parecía el mediodía de
invierno caliente, como un cornetín de la banda de Modesto... Olía
a vino nuevo, a chorizo en regüeldo, a tabaco... Estaba el diputado,
con el alcalde y el Litri, ese torero gordo y lustroso de Huelva...
La plaza del reñidero era pequeña y verde; y la limitaban,
desbordando sobre el aro de madera, caras congestionadas, como
vísceras de vaca en carro o de cerdo en matanza, cuyos ojos sacaba
el calor, el vino y el empuje de la carnaza del corazón chocarrero.
Los gritos salían de los ojos... Hacía calor y todo -tan pequeño;
un mundo de gallos! - estaba cerrado.
Y
el rayo ancho del alto sol, que atravesaban sin cesar, dibujándose
como un cristal turbio, nubaradas de lentos humos azules, los pobres
gallos ingleses, dos monstruosas y agrias flores carmíneas, se
despedazaban, cogiéndose los ojos, clavándose, en saltos iguales,
los odios de los hombres, rajándose del todo con los espolones con
limón... o con veneno. No hacían ruido alguno, ni veían, ni
estaban allí siquiera...
Pero
y yo, ¿por qué estaba allí, y tan mal? No sé... De vez en cuando
miraba con infinita nostalgia por una lona rota, que, trémula en el
aire, me parecía la vela de un bote de la Ribera, un naranjo sano
que en el sol puro de fuera aromaba el aire con su carga blanca de
azahar... ¡Qué bien – perfumada mi alma –
ser naranjo y flor, ser viento puro, ser sol alto!
...Y,
sin embargo, no me iba...
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ.
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