Vivía
en la cuesta del Sable, dos casas más abajo de la mía; en realidad,
la calle se llamaba José Losano, había sido alcalde de mi pueblo
cuando lo de Napoleón, y en aquella calle, en aquella cuesta, un día
de diciembre de 1808, se había enfrentado, sin armas, a un oficial y
a tres soldados franceses, y los había dejado secos a
mamporrazos. Anduvo huido por los cerros y, cuando la horda pasó,
regresó al pueblo y faltara más- fue reelegido.
El sable del oficial, que alguien había ocultado, estuvo colgado de
una hornacina vacía, como un testimonio de lo allí sucedido, como
una ofrenda quizá, yo no sé cuánto tiempo; de ahí el sobrenombre.
Pues
en aquella cuesta, digo, vivía Jeremías, el curandero. Era alto y
huesudo, pajiza la escasa pelambre, muy claros los ojos, silencioso y
secreto. Como su hija, compañera fiel. No como su nieto, el Rafa, mi
amigo mejor, que aunque no desmentía la pinta familiar, era
vivaracho y alborotador, nervioso como rabo de
lagartija. Sobre
el frontal de la casa del Rafa, había un hermoso azulejo con una
Virgen y una leyenda: ¨Nuestra Señora de los
Desamparados. ¡Pedidla!¨. El
Rafa y yo, y mi primo Tomás, y otros cuantos, acostumbrábamos a
orinarnos en aquella pared con afán competitivo, pues que tratábamos
de superar el borde del azulejo, aunque sin mancharlo. Mi primo, que
tenía un hermano en el Seminario, nos había dicho que aquello podía
ser un sacrilegio, y aunque no sabíamos qué era un sacrilegio, la
palabra nos producía escalofríos, y andábamos siempre listos para
no errar.
El
Rafa y yo, a lo largo de cada día, pasábamos sin cesar de una casa
a otra; y así como yo rara vez intercambiaba unas palabras con su
abuelo, él hacía buenas migas con el mío. Mi abuelo Miguel era uno
de los tres médicos del pueblo; los otros eran don Cristóbal y don
Lucas, pero mi abuelo, así al menos me lo parecía a mí, era el más
médico de los tres. Tenía un corpachón grande y bamboleante, y una
densa barba blanca, rizosa y limpia, cubría la mitad de su pecho.
Para ir a visitar a las afueras -a las huertas, a las viñas, a los
cortijos cercanos-, montaba en una mulilla cansina, que hacía,
puntual pero sin prisas, su recorrido rutinario, sin que mi abuelo
apenas la dirigera. Y era de ver a aquel hombretón sobre tan corta
cabalgadura, yendo y viniendo como un patriarca por entre las calles
y bajo los soles de su heredad.
Con
frecuencia, el Rafa y yo, un tanto a escondidas, subíamos a la
azotea de mi casa y nos refugiábamos -con estampas, cromos, cuentos,
soldados de plomo, bolindres... en el palomar, enjalbegado y vacío.
El abuelo, cuando podía, subía también y se quedaba estático
mirando el horizonte, las colinas doradas, la joroba azulosa del
cerro de San Florrián, donde nacía el río, los cielos malvas del
atardecer. La abuela había muerto hacía unos años, y él parecía
desde entonces más nostálgico y melancólico. Para mí que lo que
muchas veces avizoraba, con los ojos húmedos, era el cementerio, que
se perfilaba, nítido, en su loma pinariega. Allí, en la azotea,
recién salido de sus ensimismamientos, el abuelo echaba en ocasiones
largas parrafadas con el Rafa, que respondía a sus preguntas sin
turbarse y arriesgaba opiniones sobre las cosas más dispares,
provocando su risa. Una tarde en que estaba, como tantas otras,
perdido en su contemplar, inmóvil como una estatua, imponente en su
perfil barbado, el Rafa se le quedó mirando y me dijo en voz baja:
¨-Hay que ver qué raros son los médicos¨.
Naturalmente,
para el Rafa su abuelo era el cuarto médico del pueblo. Él veía
desfilar por su casa, como yo por la mía, gente aquejada de los
males más diversos, callada y respetuosa. Jeremías recibía a su
clientela en una mesa camilla recubierta de paño gris, sobre la que
había siempre una jarra de agua y un vaso. Su hija, la madre del
Rafa, llevaba al comedor a los que aguardaban, y los iba pasando a la
habitación de su padre por el mismo orden en que llegaban.
Campesinos casi siempre, traían cestas con huevos, gallinas,
lechugas, nísperos, patatas, según. Jeremías no pedía, no
cobraba; se limitaba a aceptar el regalo o el billete, sin exigir
nunca. Recetaba refriegas, cocimientos, bebidas, y en la mayoría de
los casos facilitaba él mismo las yerbas con que habría de
prepararse el remedio. Junto a la mesa camilla, cerca de la ventana,
colgaba una jaula con un jilguero silbador, pequeño y serenante, que
Jeremías cuidaba personalmente.
Una
vez, al abuelo le dieron unos vómitos malignos y anduvo en un tris
de seguir a la abuela. Vinieron don Cristóbal y don Lucas, y movían
la cabeza, hablando con mi madre, con gesto preocupado. Yo los oí
discutir en la sala. Al parecer, no se ponían de acuerdo sobre qué
medidas tomar, y el abuelo amarillecía y tenía los ojos cada vez
más hundidos. Mi padre, que andaba casi siempre en la finca, estuvo
varios días sin salir de casa, y propuso trasladarlo a la capital,
pero el abuelo se negó. Yo no me acostumbraba a verle así, e
inconscientemente huía de casa y me refugiaba en la de Rafa.
Recuerdo que una de esas mañanas llegó Jeremías; un poco quemado
del sol, traía a la espalda una barjuleta de cuero, y de la cintura
le pendía una cantimplora. A mí me sorprendió, ya que era muy
difícil verle salir, verle abandonar su rincón. Al rato, me llamó.
Yo entré un poco temeroso, pues, como digo, era extraño que me
hablase. Estaba en su sitio habitual, y en la mano tenía una bolsita
azul.
-Llévale
esto a tu madre -me susurró-. Díle que lo hierva con agua y una
cucharada de miel, y que, cuando se enfríe, se lo dé al abuelo. Una
taza por la mañana y otra por la tarde.
Yo
corrí a casa con la bolsita. La miré al trasluz, y nada; la palpé,
y sólo yerbas. Mi madre se enfadó. ¨-Pues sí, esto era lo que
nos faltaba¨, rezongó, y la puso en la alacena. Pero cuando aquel
mediodía le repitieron al abuelo los vómitos, se apresuró a seguir
la receta de Jeremías. Los vómitos no volvieron, y el abuelo sanó
en pocos días, aunque se quedó flaco y ojeroso. Él no lo supo
nunca, pues mi madre guardó para sí la confidencia. O
acaso lo supo siempre, que era un lince el abuelo. Pero también se
lo guardó para sí.
Una
noche lo vi llegar muy alterado. Se encerró con mis padres en su
despacho y les contó lo ocurrido. Yo oía su voz bronca, pese a la
puerta cerrada. Le habían llamado al casino don Cristóbal y don
Lucas, quienes, de acuerdo con el secretario del Juzgado, pensaban
poner en marcha un expediente para denunciar a Jeremías. El abuelo,
indignado, les dijo que no contaran con él. Jeremías
es un buen hombre, que no hace mal a nadie. No conocemos un solo caso
en que haya perjudicado con sus consejos o sus preparados a ninguno
de sus visitantes. Si confían con él, libres son de buscarle y
oírle; y si además los sana, trabajo que nos quita¨, arguyó.
Trataron
de convencerle, pero el abuelo, cuando creía
tener razón, era más terco que su mula. ¨No contéis con mi firma
para una cosa así¨. El
asunto no fue adelante. Pero para mí que llegó a oídos del viejo,
porque una mañana en que andaba yo enredado con el Rafa en una de
nuestras frecuentes discusiones, como quiera que él me llamara no
sé que, Jeremías vino hasta donde estábamos, puso una mano sobre
mi cabeza y reconvino a su nieto: ¨Estás
equivocado, hijo. Tu amigo es un caballero, como su abuelo¨. Y el
Rafa se quedó de una pieza, y yo no menos, ya que, para nosotros,
caballeros eran los de las armaduras plateadas que contemplábamos en
nuestro libros de cuentos, con doncellas y lanzas y hasta dragones; y
el abuelo Miguel, por aquello de la barba y de la mula, todavía,
pero anda que yo... Y acabamos riéndonos, y todo siguió como
siempre, aunque yo notaba que el Rafa me miraba desde entonces de
otra manera.
Hasta
que enfermó. Quiero decir hasta que enfermó Jeremías, porque las
cosas cambiarían a partir de ahí, que andábamos más crecidos y,
poco después, me enviarían interno a la capital. La madre del Rafa
me dijo: ¨Díle a tu abuelo que venga cuando
pueda¨, y a mi abuelo le faltó tiempo para subir los escalones de
cemento rojo que separaban la calle de la casa de Rafa. Yo me colé
detrás. Jeremías estaba en una cama estrecha, muy pálido,
respirando con dificultad, incorporado, la espalda apoyada en unos
almohadones ornados de encajes. Mi abuelo lo estuvo auscultando, con
detenimiento. Luego tomó su mano derecha y le miró a los ojos:
-Esto
va mal, colega.
Jeremías
puso su otra mano sobre la del abuelo:
-Gracias,
don Miguel. Las cosas son así. Todo se acaba.
El
Rafa estaba serio, cogido a las faldas de su madre, que trataba de
mantener la entereza. Yo tenía un nudo en la garganta que casi no me
dejaba respirar.
Jeremías
murió al día siguiente y las campanas de San Cosme doblaron por él,
hondas y graves. Mi abuelo presidió el entierro, sombrero en mano,
erguido y solemne. Aún me parece que le estoy viendo.
CARLOS
MURCIANO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario