El
jefe siguió escudriñando los alrededores con ojos envejecidos por
una profunda tristeza. Su gente se encontraba en un estado
desesperado; los ojos y las mejillas se hundían en los rostros
demacrados y sus ropas harapientas apenas podían protegerles del
frío. Muchos de ellos se habían congelado. La suerte estaba en su
contra. En un intento desesperado por encontrar algo de caza,
volvieron al lugar donde habían abandonado a las dos ancianas el
invierno anterior.
Con
tristeza, el jefe recordó cómo había luchado contra el impulso de
volver y salvar a las viejas. Pero aceptarlas de nuevo era lo peor
que podía hacer. Entre los jóvenes más ambiciosos ese gesto
hubiera sido visto como un acto de debilidad y, tal como estaban las
cosas, no hubiera sido difícil convencer a los demás de que su jefe
no era de confianza. No,
él sabía que un drástico cambio en la Jefatura habría hecho más
daño que el hambre, porque cuando un grupo se
muere de hambre, una mala política conduce al desastre.
El jefe recordó aquel momento de horrible debilidad, en
que casi permitió que sus emociones los arrastraran a todos al
desastre.
Ahora,
una vez más, la gente sufría, y el invierno los encontró al borde
de la desesperación. Después
de volver la espalda a las ancianas, el Pueblo viajó muchas millas
hasta que localizó una pequeña manada de caribúes. La
carne les alimentó hasta la primavera, cuando empezaron a coger
peces, patos, ratas almizcleras y castores. Pero cuando empezaban a
recuperar la energía para cazar y secar sus provisiones, la estación
veraniega llegó a su fin y hubo que trasladarse a un lugar donde
hubiera carne para el invierno. El
jefe nunca había conocido una temporada tan desafortunada. Mientras
viajaban, la estación otoñal llegó y pasó y, una vez más, el
grupo se encontró casi sin comida. El
jefe se sentía abatido, y una sensación de pánico y de
desconfianza en sí mismo lo inundaba. ¿Cuánto tiempo podría
resistir antes de que él también fuera vencido por el hambre y el
agotamiento que minaba sus decisiones? El
Pueblo parecía haberse rendido en su intento por sobrevivir. Ya no
prestaban atención a sus discursos y le miraban con ojos
inexpresivos como si sus palabras carecieran de sentido.
Otro
asunto que preocupaba al jefe era su decisión de volver al lugar
donde habían abandonado a las dos ancianas. Nadie discutió su
decisión cuando los llevó hasta allí, pero sabía que estaban
sorprendidos. Miraban a su alrededor como si esperaran algo de él, o
aguardaran la aparición de las dos mujeres. El
jefe evitó sus miradas para que no se dieran cuenta de que estaba
tan desconcentrado como los demás.
No había ninguna señal de que alguien hubiera sido abandonado allí;
ni siquiera un hueso que demostrara que las viejas habían muerto.
Aunque un animal hubiera despojado de carne sus huesos, dejaría
algún rastro de la presencia de seres humanos. Pero
no había nada, ni siquiera la tienda donde las dos mujeres se habían
refugiado.
Entre ellos había un guía
llamado Daagoo. Aunque más joven que las ancianas, se le consideraba
un viejo. En su juventud, Daagoo había sido rastreador, pero los
años le habían restado visión y destreza. Expresó lo que los
otros no se atrevían a reconocer:
-Tal vez se fueron.
Lo
dijo en voz baja para que sólo lo oyera el jefe. Pero en el silencio
reinante sus palabras fueron oídas por muchos más y algunos
sintieron renacer la esperanza de volver a ver a las mujeres a las
que habían querido.
Después de levantar el
campamento, el jefe llamó al guía y a tres de los cazadores jóvenes
más fuertes.
-No
sé qué está pasando, pero tengo la sensación de
que no todo es lo que parece. Quiero que vayáis a los campamentos
más próximos y veáis qué podéis descubrir.
El
jefe no dijo nada más sobre sus sospechas, pero sabía que el guía
y los tres cazadores comprenderían, en especial Daagoo, porque había
estado a su lado el tiempo suficiente para adivinar su pensamiento
sólo con mirarlo. Daagoo
sentía un gran respeto por el jefe y sabía los remordimientos que
tenía por el abandono de las dos ancianas y el sufrimiento por el
que estaba pasando. Sabía también que el jefe se despreciaba por su
debilidad, y que todo ello se reflejaba en las profundas arrugas de
amargura que se dibujaban en su rostro. El
viejo suspiró. Preveía que pronto aquel aborrecer a sí mismo haría
estragos y no le gustaba la idea de que un buen hombre como aquél se
destrozara de esa forma. Sí, intentaría descubrir lo que había
pasado con las mujeres, aunque fuera un esfuerzo inútil.
Mucho
después de que los cuatro hombres hubieran abandonado el campamento,
el jefe seguía con la mirada fija en la dirección en que se habían
ido. No podía dar una razón concreta de por qué malgastaba unas
energías y un tiempo preciosos en
lo que podía ser una misión absurda. Sin embargo, en su interior
latía una extraña sensación de esperanza. ¿Esperanza? ¿De qué?
No
lo sabía con certeza. De lo único que estaba seguro era
que en tiempos difíciles el Pueblo debía permanecer unido, y el
invierno pasado no había sido así. Habían cometido una injusticia
con ellos mismos y con las mujeres, y desde entonces el Pueblo sufría
en silencio. La única solución sería que las dos ancianas hubieran
sobrevivido, pero las posibilidades eran mínimas. ¿Cómo
podrían dos seres débiles sobrevivir a las heladas, sin comida ni
fuerzas para cazar? Aun así, no podía renunciar a aquel resquicio
de esperanza que había perdurado a pesar de toda aquella desventura.
Encontrar a las mujeres vivas daría al Pueblo una segunda
oportunidad, y eso era lo que más deseaba.
Los
cuatro hombres estaban acostumbrados a recorrer largas distancias. En
un día recorrieron la misma distancia que para las mujeres había
supuesto días enteros de viaje hasta su primer campamento. Cuando
llegaron no encontraron nada salvo un paisaje inabarcable de nieve y
árboles. La caminata acabó con sus ya escasas fuerzas y decidieron
pasar allí la noche. Cuando la primera luz de la mañana despuntó,
los hombres se levantaron y se pusieron en marcha de nuevo.
La
luz diurna se desvanecía cuando llegaron al segundo campamento y no
encontraron señal alguna de que hubiese sido habitado en mucho
tiempo. Empezaron entonces a impacientarse. Desde
muy niños se les había enseñado a respetar a sus mayores, pero a
veces creían saber más que los viejos. Aunque no lo expresaron en
voz alta, creían estar desperdiciando un tiempo precioso, que
debería ser aprovechado para cazar alces.
-¡Vámonos
ya! -dijo uno de los jóvenes; los otros se pusieron enseguida de su
parte.
Los ojos del guía brillaron
con ironía. ¡Qué impacientes eran! Pero Daagoo no les criticaba
por ello, porque él también había sido fogoso en su juventud. Así
que dijo:
-Mirad
con detenimietno lo que os rodea.
Los jóvenes cazadores le
miraron con impaciencia.
-Mirad esos abedules -insistió
Daagoo, y los hombres fijaron la mirada vacía en los árboles. No
vieron nada extraño. Daagoo suspiró y eso llamó la atención de
uno de los jóvenes, que intentó de nuevo descubrir qué era lo que
veía el viejo. Finalmente, sus ojos se agrandaron.
-¡Mirad!
-exclamó mientras señalaba un hueco en el tronco de un abedul.
Entonces observaron que otros
árboles, bastante alejados entre sí, habían sido cuidadosamente
pelados; parecía hecho con la intención de que nadie se diera
cuenta.
-A lo mejor fue otro grupo
-dijo uno de los hombres.
-¿Por qué iban a intentar
ocultar esas marcas en los árboles? -preguntó Daagoo.
El joven se encogió de hombros
sin saber qué responder, así que Daagoo les dio instrucciones.
-Antes del volver, quiero
explorar esta zona. -Sin dales tiempo a que protestaran, el guía
mandó a cada uno en una dirección diferente-. Si veis algo raro,
volved aquí enseguida y os acompañaré para ver qué es.
A pesar del cansancio, los
hombres empezaron a buscar, pero con reticencia. No tenían ninguna
confianza en que las dos mujeres vivieran todavía.
Entretanto, Daagoo tomó la
dirección que creía habían seguido las dos mujeres. ¨Si
tuviera miedo de que me encontraran los mismos que me habían dejado
morir, iría en esta dirección¨, murmuró para sí. ¨No tiene
sentido porque se aleja del agua, pero en invierno no dependen del
río. Sí, debieron de ir hacia allá.¨
Daagoo caminó un
buen trecho entre los sauces y bajo los altos abetos. Mientras
caminaba trabajosamente por la nieve, empezaba a sentirse cansado y a
preguntarse si estaría haciendo lo correcto. ¿Cómo podía
creer que las dos ancianas hubieran sobrevivido cuando ellos, el
Pueblo, a duras penas lo habían logrado? Sobre todo aquellas
dos. No hacían más que protestar. Incluso cuando los niños tenían
hambre, las mujeres continuaban quejándose y criticando. Muchas
veces Daagoo había esperado que las hicieran callar, pero no ocurrió
hasta el día en que las cosas se descontrolaron. La convicción
de que la búsqueda era inútil comenzaba a cobrar fuerza en él.
Seguramente, las mujeres se habían perdido y muerto en el camino. O
se habían ahogado al intentar cruzar el río.
Cada nuevo
pensamiento le restaba confianza. Luego, de repente, olfateó algo.
En el diáfano aire invernal, un ligero olor a humo llegó hasta él
y desapareció. Daagoo se quedó muy quieto e intentó atrapar
el olor de nuevo, pero no hubo forma. Por un momento se preguntó si
no había sido su imaginación. A lo mejor, una hoguera de verano
cercana había dejado un olor persistente en el aire. Resistiéndose
a creerlo, el viejo volvió sobre sus pasos con lentitud hasta que,
una vez más, lo percibió. Era un olor apenas perceptible, pero esta
vez Daagoo descartó que proviniera de un fuego veraniego. No,
aquel humo era reciente. Más animado, empezó a caminar, primero en
una dirección y luego en otra, hasta que el humo se hizo más
denso. Convencido de que procedía de una hoguera cercana,
una sonrisa acentuó las arrugas de su rostro. Ya no tenía
ninguna duda; las dos mujeres habían sobrevivido.
Daagoo se apresuró a
volver para alcanzar a los jóvenes, que lo esperaban con la misma
impaciencia de antes. Cuando Daagoo les hizo señas instándolos a
que lo siguieran, al principio se resistieron, pero luego acabaron
cediendo de mala gana y se adentraron con el viejo en la oscuridad
durante un largo rato. Por fin, el guía alzó las manos para que se
detuvieran. Levantó la nariz y les dijo que olieran el
aire. Los cazadores le obedecieron pero no notaron nada.
-¿Qué quieres oler?
-preguntó uno de ellos.
-Oled -contestó Daagoo.
Así que los hombres
olisquearon de nuevo hasta que uno exclamó:
¡¡Es humo!
Los otros siguieron
husmeando con mayor interés hasta que también sintieron el olor.
Todavía escéptico, uno de los jóvenes le preguntó a
Daagoo qué esperaba encontrar.
-Ya veremos -contestó
sencillamente mientras les conducía hacia el humo.
Los ojos del guía se
contrajeron en la oscuridad buscando la luz de una hoguera. No vio
más que perfiles de abetos y sauces. Ayudado por el resplandor de
las innumerables estrellas, Daagoo comprobó que la nieve estaba
intacta. Nada se movía, todo estaba silencioso. Sin embargo, aquel
humo indicaba que había un campamento cerca. El viejo rastreador
estaba tan seguro de que las ancianas se hallaban vivas y cerca de
allí como de que la sangre corría por sus venas. Finalmente
no pudo refrenar su emoción y volviéndose a los jóvenes dijo:
-Las ancianas están por
aquí.
Los jóvenes
sintieron que un estremecimiento les recorría la espalda. Seguían
sin creer que hubieran sobrevivido. Daagoo ahuecó las manos en torno
a la boca, y gritó los nombres de las mujeres en el silencio de la
noche aterciopelada, añadiendo su propio nombre. Luego esperó y
escuchó tan sólo el sonido de sus palabras que se perdían en el
silencio.
VELMA WALLIS.
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